#35 M U D A N Z A S
Cómic de Paula Fernández.
Paula Fernández. (@wutheringhills) Barakaldo, 1996. Exiliada en Escocia estudiando Literatura, Cine y Cultura Visual en la Universidad de Aberdeen. Le gustan mucho las novelas gráficas, lo gay, y el folklore. Un té y a mimir.
Hace poco más de un año mandamos la que por aquel entonces no sabíamos que sería la última newsletter de 2021. En retrospectiva, lo mismo deberíamos haberlo visto venir: estábamos cansadas. De la pandemia, sí, pero también y en general de un poco de todo. A mí—la persona que escribe esto, María Bonete, la mano invisible que normalmente edita y monta las newsletters—se me acabaron las ganas de leer a finales de 2019. Como otras tantas, tiré de reservas durante una temporada, y entonces: chimpún. Pandemia, confinamiento, voy a leer tanto (leí cómics de Star Wars), voy a escribir tantísimo (no voy a decir lo que escribí en 2020). Abril de ese año de la peste, en el jardín de casa de mis padres, obligándome a leer dos páginas en una hora, distrayéndome con los bichos y con las flores y con el cielo y con el móvil y con nada y con todo.
Ahora creo que estoy (estamos) mejor, aunque tampoco entiendo demasiado bien cómo. Cuarenta grados en junio, el campo en llamas, la tele en llamas, todo ardiendo: pero, y a pesar de todo, estamos mejor.
O lo mismo es que estamos en otro sitio y ya está. De cuerpo presente o solo por dentro. Han pasado los años y somos personas distintas que se mueven con cuerpos distintos y piensan y hablan y escriben distinto.
Imagínate una casa.
Una casa normal. Un piso. Lo mismo no cierra bien alguna de las ventanas—salón, dormitorio—, lo mismo no tiene ventanas, o solo tiene una, pequeñita, en la cocina, que da a un patio interior y por la que se cuela la luz un ratito a media tarde antes de pasar de largo. Una casa encantada, una casa encantada de conocerse, una casa como las que conocemos todos. Imagínate una casa e imagínatela vacía, llena de cajas, llena de muebles, vacía otra vez. Cinco, diez, cincuenta años de alquileres e hipotecas en la rejilla del baño y en las tuberías del fregadero de la cocina, compartiendo aire y espacio con hormigas y ácaros. Una casa, una cosa para siempre que muchos—ay, lo generacional—solo vemos como lugar de paso. La casa como habitación de hotel, como no-lugar, la casa como trampa y como jaula; la casa como respiro, la casa como refugio.
Imagínate una casa. La tuya o la de tu abuela, o esa tan bonita de las fotos con las paredes verde oliva y las estanterías y las ramas de los árboles rozando los cristales de la ventana del salón.
Mudanza siempre se me ha antojado una palabra rarísima, no tanto por su sonoridad sino por lo que implica, por la forma en la que sus distintos niveles de significado se construyen de manera paralela. La muda—cambio de ropa o proceso según tu especie—, mudar—cambiar—, mudarse—cambiar de casa—, mudanza—el proceso según el cual etcétera—.
No sé. Creo que hay veces que las connotaciones y significados de algunas palabras se (me) quedan cortas, y me siento un poco como una mosca dándome una y otra vez contra el cristal de la ventana abierta.
No sé. Imagínate una casa.
Y ahora coge la puerta e imagínate otra..
En esta libretilla escribe Noah Benalal sobre El fantasma y la señora Muir; Ishara Solís Rodríguez, sobre Nuevas estructuras, de Begoña García-Alén; Ángela Cantalejo, sobre Los llanos, de Federico Falco; Victoria Mallorga, sobre Customs, un poemario de Solmaz Sharif; y, finalmente, Carmen Suárez escribe sobre Hombres sin mujeres, de Haruki Murakami.
Logos: Ishara Solís Rodríguez.
Una mujer se muda a una casa habitada por un fantasma. La premisa de El fantasma y la señora Muir es la de una novela gótica común, aunque las formas de R.A. Dick, escritora irlandesa con seudónimo masculino (su nombre real era Josephine Leslie) ya desentonan un poco desde el principio. Ella, la señora Muir, es quien insiste a un agente de ventas acobardado para que le enseñe la propiedad, habitada por el ruido de las olas y las gaviotas, que perteneció en su día a un marinero muerto por un presunto suicidio: Gull Cottage. Las primeras páginas la definen como una mujer diminuta y muy poquita cosa (buah, es que soy yo literal), pero es cándida y tajante en sus juicios sobre los demás. Al enviudar, adquirió una libertad que hasta el momento no sabía que ansiaba, y siente que ya ha sido suficiente: quiere que la dejen en paz, y desea una casa bonita, apartada y cómoda, venga o no venga con fantasma.
La novela gótica prolifera y crece en tiempos liminales, de convivencia con la ausencia y de profundo cambio histórico, así que no es extraño el recurso de la autora a los tropos del género; en su versión más esquemática, la novela gótica comienza así: con un cambio, una simple mudanza. Publicada originalmente en 1945, El fantasma y la señora Muir es una novela cuya existencia está perfectamente motivada desde un punto de vista histórico. “Para las mujeres británicas, 1945 debió ser un año lleno de fantasmas”, describe la académica Margaret D. Stetz; recién terminada la Segunda Guerra Mundial, las lectoras habían perdido a sus maridos, a sus hijos y quizá cualquier vestigio de su antigua vida y de su antigua identidad.
Ayer, en el espacio liminal de mi nueva—pero no definitiva—casa (¡qué casualidad que el retorno de La Libretilla trate de mudanzas! creo que nos pilla a muchas in medias res) vi la adaptación al cine que, solo dos años después, dirigía Joseph L. Mankiewicz, conocido por mi queridísima y caótica Cleopatra (1963). La suya es una película elegantísima y muy divertida que convierte la historia de la señora Muir y su fantasma en una efectiva historia de amor. Dándole cuerpo y atractivo a la figura que en el libro solo oímos, y forzando la centralidad del romance, deja un poco de lado el espíritu emancipador de la novela. Pero no del todo, tampoco.
Ella tiene mucho carácter y él la misma retranca que en el libro de R.A. Dick. El guión sintetiza el conflicto social y familiar, pero conserva algunos fragmentos intactos del texto original y muestra claramente las trabas y la condescendencia que enfrentaban las mujeres en su época. Y, para qué nos vamos engañar, las mujeres ahora; como mujeres y, también, como escritoras. En un momento dado, mujer y fantasma hacen un pacto para escribir un libro (con la vuelta cómica de que, en este caso, la mujer que usa seudónimo masculino, igual que nuestra autora, sí que está contando la historia de un hombre: la del Capitán y sus aventuras en el mar). Al reunirse con un editor para publicarla, se encuentra con el rechazo y la altanería con la que, desde el mundo editorial, se recibía a las «veinte millones de mujeres descontentas que han quedado en las Islas Británicas tras la guerra, y cada una de ellas está escribiendo una novela».
Escrita en un momento en el que lo que se esperaba de las mujeres era que cuidasen a los desvalidos por la guerra, pusiesen a trabajar sus úteros fértiles y repoblasen Europa, El fantasma y la señora Muir recurre a la comedia gótica (y a una prosa sencilla, ligera y directa) para dar salida a estos terrores una forma esperanzada. Creo que, salvando las distancias, el nuestro es un buen momento para conectar con esta práctica: en un mundo supuestamente normal que sin embargo sentimos, a cada paso, radicalmente cambiado (sin pandemia yo tampoco me estaría mudando, aunque en mi historia no haya tanto de emancipación personal; miro a mi alrededor, a las vidas de mis familiares y amigos, y ni los objetivos ni las relaciones ni los nombres con los que hasta ahora navegábamos nuestras vidas siguen siendo, en muchos casos, los mismos), ninguna fantasía resulta tan atractiva como la fantasía de control.
Eso es lo que busca construir El fantasma y la señora Muir. El espíritu del Capitán Gregg (que, por cierto, no se suicidó, solo se dejó la lamparita de gas encendida; el relato huye de la gravedad como de la plaga) se convierte en una herramienta que facilita la transición a la independencia de su protagonista, que la asiste con sus travesuras y consejos. Más que amor, lo que se establece entre los dos es una profunda camaradería: juntos hacen realidad su deseo de que la dejen tranquila. El fantasma y la mujer, en esta novela que parodia y se desprende de la intensidad gótica, se alían. Frente al luto hipócrita, R.A Dick propone la emancipación. Frente a la destrucción de la vida hogareña, en la que la mujer tan fácilmente se convierte en una esclava, una mudanza.
Noah Benalal (@slayerkinney). Madrid, 1996. Programa películas en CineZeta y ha escrito sobre cine, su abuelo y cuadros endemoniados en El gran libro de Satán (Blackie Books, 2021), Árboles Frutales (Editorial Dieciséis, 2021) o RTVE. «Necesita más que mucho frío en los pies» (Esta bio se la reveló un bot).
Hay una cosa esencial en las mudanzas: los objetos. Cuando nos mudamos apilamos cajas y cajas llenas de objetos. Nuestros objetos, nuestras cosas. Yo me he mudado muchas veces—muchas—, ya desde niña. No es una experiencia que me sea ajena, más bien todo lo contrario, es casi más una rutina, un rito. A veces incluso lo echo de menos: ahora mismo llevo ya seis años (récord personal) viviendo en el mismo sitio y ya me pican las ganas.
Supongo que por eso he desarrollado unos apegos diferentes, derivados de este trasiego vital y esta falta de estabilidad. Uno de ellos es el apego a las cosas. Los sitios, las personas, las costumbres cambian; lo que se mantiene son las cosas, los objetos que llevamos con nosotras. El truco es que no son simples objetos: son los objetos con los que hemos configurado un hogar, y los que esperamos que nos ayuden a construir el siguiente.
De manera similar funciona el trabajo de Begoña García-Alén en Nuevas estructuras. Su dibujo es minimalista, apenas se ven espacios, lugares o personas: nos cuenta la historia partiendo de objetos, de pequeños elementos que nos dan un contexto, un marco. En los cómics o en los libros ilustrados el texto y las imágenes funcionan complementándose, intentando no solaparse demasiado, aportando información en su combinación; en Nuevas Estructuras el texto y el dibujo trabajan de manera casi paralela, manteniendo la distancia y tocándose sólo en ocasiones, aportando información diferente y a diferentes niveles.
Nuevas estructuras nos cuenta un episodio concreto: un equipo de trabajo llega a una casa en la que les han encargado construir un anexo. El texto tiene dos narradores: una integrante del equipo que llega a la casa y una anfitriona que la habita. Por otro lado, tenemos los dibujos, las viñetas, que acompañan los diálogos. Mientras nos cuentan cómo han llegado al edificio, el entorno vegetal, cómo son las habitaciones en las que pasarán los días de trabajo, las páginas nos muestran elementos sencillos como un martillo, una ventana, una flor. No vemos rostros ni estancias definidas.
Todos estos elementos exentos, aislados, se recogen en nuestra mente y juntos salen volando. Imaginas un viaje en coche, una charla entre amigas, un bosque, un jardín, un salón, una mesa exuberante. Es la virtud que tiene la obra con su aparente sencillez: todo lo que no se detalla en el dibujo se convierte en infinitas posibilidades en la imaginación. El espacio que queda sin definir en el cómic es sumamente evocador, nos apela a construirlo, a completarlo en nuestra cabeza.
Esos pequeños objetos que salpican Nuevas estructuras, como los que tenemos en nuestras casas y empaquetamos en las mudanzas—un jarrón, un martillo—no son nada del otro mundo, cosas materiales, inanimadas. Los simples objetos se empapan de simbolismo, y así, en esta obra como en las mudanzas y en nuestras casas, se vuelven evocadores, nos reflejan el significado, el propósito y sentido que les hemos dado en un inicio. Por sí mismas no tienen un valor simbólico, pero nosotras se lo asignamos, porque nos recuerdan a algo, porque los asociamos a alguien, porque configuran nuestro entorno, nuestra realidad.
Ishara Solís Rodríguez (@isharasr). Oviedo, 1989. Dibujante y fanzinera. Licenciada en Bellas Artes. En sus proyectos artísticos emplea elementos biológicos, cárnicos y simbólicos. También hace trabajos de ilustración y actualmente es profesora en un centro de diseño. Le gustan la ciencia ficción, los videojuegos, los cómics y el arte contemporáneo.
Hace unas semanas se casó una de mis mejores amigas. Hacía mucho que no la veía, así que a la emoción de poder estar con ella se le unió la alegría de verla tan feliz, rodeada de tanta gente que la quiere y la admira. Ese fin de semana me lo pasé muy bien: abracé a mis amigos, bailé todo lo que pude y comí mucho jamón. También pude decirle lo mucho que la quería. Al volver a casa, vi que nuestro rosal pequeñito del Lidl estaba seco y cubierto de una finísima tela de araña que parecía haberle chupado la vida. Me enfadé mucho, también me culpé por no haber visto los bichitos antes, por no haber cuidado mejor del rosal para que eso no hubiera pasado. «Araña roja» sentenció mi padre al preguntarle, «límpiala, riégala y espurréala con Casa y jardín». A los pocos días el rosal volvió a brotar.
En Los llanos de Federico Falco, el narrador (que será el propio escritor convertido en personaje) se muda al campo tras una gran ruptura. La premisa es clara: qué se hace cuando todo lo que considerabas que tenías ya no está, qué se hace con todo el tiempo que aparece lleno de preguntas e incertidumbres, uno que antes habitaba la tranquilidad. Plantar un huerto, criar gallinas, observar los árboles, trabajar la tierra, leer, recordar, pensar, podría ser su respuesta. Allí, un poco en mitad de la nada, un poco en mitad de todo, los cielos cambian de color, la lluvia cala la tierra. Los zapallos no crecen, el perejil no brota, a la acelga se la comen los bichos.
Fede nos cuenta sobre sus abuelos y sobre el primer Juan que llegó a Argentina sin nada; sobre lo de Demarchi y el viaje a las nubes, sobre su escritura y los sitios a los que no puede volver y los que está descubriendo poco a poco. Ahora su vida, que antes transcurría en Buenos Aires, es otra. Él es otro. No tan diferente, no tan alejado de lo que solía ser.
En los llanos los pájaros chillan, las zarigüeyas atacan y una tomatera china sobrevive sin saber muy bien cómo. La vida, los recuerdos y el tiempo van pasando poco a poco mientras él observa, huele, palpa, escribe, aprende y nos cuenta poquito a poco y de una forma bellísima el proceso; solo puede esperar y confiar en que la próxima tomatera que plante sea la que cuaje, solo puede esperar a que la historia que se está contando vaya tomando sentido. No hay nada más que esperar, observar y aprender. La naturaleza y el tiempo carecen de cualquier sentido que queramos darles pero son lo que son: la huerta es una cosa de paciencia, escribir es una cosa de paciencia, sanar es una cosa de paciencia. La vida es una cosa de paciencia. Todo, a su determinado tiempo, termina brotando.
Mi padre tiene un huerto, lo ha tenido casi siempre desde que yo conozco a mi padre. Va todos los días, menos cuando llueve, ahí ya no se puede porque los pulmones ya no son tan fuertes como antes. Siembra mi padre papas en la época de las papas y tomates en la época de los tomates. Remueve la tierra con estiércol y sonríe orgulloso cuando mis sobrinos, escarbando, sacan lombrices: «eso es que está viva» dice con cara de tomate, que es la cara que puso mientras nos enseñaba orgulloso los primero tomates que le cuajaron.
Hace poco, ya en el hospital, mi tía puso la misma cara al señalarle una travesura, «ha puesto cara de tomate» le dije a mi hermana mientras nos reíamos. Tenía mi tía un patio lleno de macetas gigantes también desde que la conocí. Antes que mi padre, plantó papas en el tiempo de las papas, tomates en el tiempo de los tomates y dos naranjos que injertaron muchas veces pero que hasta ahora no han dejado de dar naranjas amargas. Hace poco los volvieron a injertar. La esperanza con la naturaleza nunca se pierde.
Yo tengo varios huesos de frutales germinando debajo del mueble del baño. «Límpiala, riégala y espurréala si hace falta». El huerto es una cosa de paciencia, la escritura es una cosa de paciencia, sanar es una cosa de paciencia. La vida es una cosa de paciencia. Todo, a su determinado tiempo, termina brotando.
Ángela Cantalejo (@ang_cant). Sevilla, 1991. A veces algo.
Hace unos meses leí Customs, un poemario de Solmaz Sharif. Estaba en Nueva York de visita exploratoria, como la pequeña soldadita del capitalismo que puedo ser, y estaba esperando a una amiga para cenar. Me devoré el libro en poco tiempo, algo casi anatema para mi tendencia a rumiar y rumiar libros de poesía, quizás porque lo sentí como una masacre. Me hizo pensar largo rato en como «my school of resentment commenced», mi propia escuela de resentimiento creciendo por las formas en que la mudanza a países blancos se siente como un acto de violencia.
En uno de los poemas, «visa», Sharif alude a la llegada de vuelos internacionales, a las vallas, las preguntas, enfocando la violencia casual de los chequeos desde la perspectiva de quien espera a alguien, achinando los ojos, tratando de ver por encima del plexiglás, las colas, la hipervigilancia al recién llegado. El verso prácticamente encapsula el poemario: «all my writing is in that squint».
Toda mi escritura, toda mi poesía, está en ese esfuerzo visual, en esa búsqueda del otro frente a la violencia migratoria. Esa es la larga ruta del pasar por Customs, migraciones, si lo traducimos literalmente:un libro de distintas etapas, que recibe a alguien y regresa a la madretierra que ya no es tal. Solmaz Sharif es una inmigrante iraní que nació en ruta a U.S. y creció toda su vida ahí; el sueño del regreso es genuinamente un sueño de lo desconocido, del exilio ontológico de «the city I am of./ Am without». Nuestras experiencias no se asemejan. Pero este rizoma particular se extiende desde la multiplicidad del impacto de la artillería del proceso migratorio, del lenguaje mismo. «It is very/ private/», dice Solmaz «to be in another’s syntax.»
Siempre en algún nivel me estoy mudando o estoy pensando en una mudanza próxima, o estoy proyectándome al futuro donde no estoy aquí. Me he mudado este mes a Nueva York a comenzar a trabajar, y aunque aun no tengo apartamento, estoy tranquila, en casa de una amiga. La verdad es esta: ninguna de mis mudanzas ha sido accidental o forzada, tal como la mudanza de los padres de Sharif fue meramente incidental y, a pesar de la historia de Irán, desconectada completamente del contexto político de la época. Y la verdad también es esta: me han parado muchísimas veces en el aeropuerto, aunque nunca me haya sentido atacada.
Aun así, leyendo a Sharif nuevamente, pienso en ese taller de poesía en el que por primera vez sentí esa alienación cultural de migrar específicamente a Estados Unidos. No «un lugar blanco», no Europa, ni Asia, pero migrar a este país, con su historia específica; el COINTELPRO del FBI espiando, incriminando, torturando y asesinando de manera fraudulenta a miembros grupos minoritarios, a líderes políticos, a artistas contestatarios; su uso de las artes como forma de infiltrar comunidades. Esa sensación de que el inglés era también «my first defeat», seguida de la necesidad de regresar a mi lengua para rechazar esa poética impuesta, esas normas, esas formas de decir.
Me gusta mi vida. Me gusta trabajar en Nueva York . Pero no es tan simple, y el poeta ha de tener cuidado, advierte Sharif, cuidado de acabar meramente divirtiendo en vez de decir y hablar a una verdad. Vuelvo entonces a esos versos, «all my writing is in that squint»; toda mi escritura, toda mi palabra, mi acción escrita, en este ver esforzado, sin quitar el cuerpo. Y miro mis manos y miro esta carrera de ratas y sí, así es cómo inquieta la poesía.
Victoria Mallorga Hernández (@cielosraros). Lima, 1995. Tauro, trickster, poeta. Ha escrito albión (alastor editores, 2019) y absolución (2020, disponible online), así como otros poemas que pululan por el internet en inglés y español. Es editora de corazón, previamente en palette poetry, redivider y verboser. Muy fan del cheesecake, la poesía del continente americano y las series gays. Primero habla, luego existe.
Empiezo esta reseña confesando algo: me gusta cómo escribe Haruki Murakami. After Dark es uno de mis libros favoritos (bueno, la mitad de Mari al menos), y cada primavera me entran unas ganas locas de leer algo suyo, ya sea Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o 1Q84. Era mucho más fan cuando tenía veinte años que ahora, porque ahora, con el tiempo y la edad y la experiencia, leer a Murakami es, también, un ejercicio en ignorar cómo escribe a las mujeres.
Spoiler: no las escribe especialmente bien la mayoría de las veces. Suelen ser instrumentos narrativos más que personajes, aunque hay excepciones, claro. Pero por lo general tiene dos tipos de mujeres: las guapas y las feas. Las guapas son objetos, las feas tienen personalidad.
Ahora os voy a confesar otra cosa: he empezado a trabajar y me he mudado a otra ciudad. No es un gran secreto, pero sí que es algo muy importante que me ha pasado recientemente. Quizás por eso, porque me han pasado muchas cosas nuevas en muy poco tiempo, he querido esta primavera, en plena mudanza, volver a algo conocido. He vuelto a Murakami.
Ya me leí en su día Hombres sin mujeres, pero a decir verdad no recordaba más que el primer relato, Drive my car: me gustaba mucho la idea de una mujer joven un poco bruta pero que trabaja como chófer y es muy buena conduciendo. Ella lleva al protagonista de su casa al trabajo y del trabajo a su casa. En la historia funciona como el cliché del taxista que escucha. No suele hablar, pero, poco a poco, ambos se van conociendo, aunque habla más él que ella. En ocasiones, puede parecer que ella, como mujer, es receptora de sus emociones aunque no haya intención romántica alguna. Es una dinámica que ocurre a menudo en las obras de Murakami, y que personalmente me cansa mucho porque es dar por hecho que las mujeres debemos realizar todo el trabajo emocional, que esta joven chófer no solo está ahí para llevar al protagonista del punto A al punto B físicamente. Ella también está ahí para escucharle, para hacer las preguntas pertinentes y ayudarle a entender lo que se le escapa.
Por esto es interesante, en el texto, que el protagonista cuente cómo él mismo se transforma en un receptor de emociones con otro hombre, y ambos establecen una relación a través de la cual el protagonista intenta entender las emociones de su fallecida esposa.
Que el protagonista de Drive my car haya perdido a su esposa es lo que, en definitiva, marca todas las conversaciones, tanto las que mantiene con la chófer como con el otro hombre. En este libro, el resto de relatos también tratan de la pérdida, como dice el título, especialmente de una mujer importante en su vida.
Aunque no creo que toda pérdida sea mala. En Yesterday, por ejemplo, creo que es una pérdida necesaria. Son tres jóvenes adultos que deben perderse los unos a los otros para encontrarse a sí mismos. Samsa enamorado es la pérdida del ser para enamorarse, como si fueras una persona nueva cada vez que despiertas. En Kino lo que se explora es el trauma que deja la pérdida, aunque haya sido una limpia, y la necesidad de sanarse.
Por lo general, esta vuelta a los relatos de Hombres sin mujeres ha sido un poco volver a pisar un suelo firme: ah, sí, Murakami sigue escribiendo a las mujeres más como objetos narrativos que como personajes dentro de una historia. La forma sigue estando bien, y el sentimiento de vacío y soledad que transmite en algunos relatos sigue estando ahí, por lo que he disfrutado de varios de ellos, si bien no como antes. Ahora le he visto más las costuras. En parte, haber releído este libro ha sido más un último acto de mudanza, una espiritual más que física. Una última concesión a mi yo del pasado. He cerrado este libro y he seguido adelante.
Carmen Suárez (@Saurrrez). Sevilla, 1990. Sobrevive a base de café.
Os recuerdo que estáis leyendo el trigésimo quinto (¡!) número de La libretilla,
donde la reseña y el sentir cosas se meten mano.
Os veremos el mes que viene, con otro puñado de textos maravillosos.
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