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Bienvenides a la entrega de La libretilla número treinta y dos. En este número escribe Victoria Mallorga sobre Norma Jeane Baker of Troy, obra de la poeta Anne Carson, y sobre fama y género (del literario y también de lotro); por otro lado, nos hablan tanto María Belén Milla Altabás y Ángela Cantalejo sobre lo rural y sus narrativas desde perspectivas muy distintas, en sendos textos en torno a las novelas La inquietud de la noche, de Marieke Lucas Rijneveld, y Al final siempre ganan los monstruos, de Juarma, respectivamente.
Logos: Ishara Solís Rodríguez.
Cada vez que leo a Anne Carson me dan ganas de escribir. Como a uno le apetece hacer artesanía, trabajar con las manos y contener esa misma habilidad rizomática de extender un verso, mutilarlo, formarlo en otro género, liberarlo de cualquier cadena de lenguaje. En Norma Jeane Baker of Troy, reza un verso «Dirt confuses categories and mixes up form», y más allá del contexto, de la ambigüedad delicada de una verdad narrada, mucho del trabajo de Carson se desarrolla en ese verso: la especulación que crece como enredaderas, las convenciones del género reducidas a mera arcilla que conecta y muta a más materia.
Siempre he amado la literatura que sabe lo que es, pero se extiende más allá de ese eje y explora avenidas distintas, en busca de una historia que trascienda la lógica matemática de ciertas teorías narratológicas. Un empuje del sentimiento por encima de la estructura lineal y académica, un poco como el corazón de este proyecto: algo de mí, algo de este texto y los límites borrosos de la forma en que un cuerpo consume la letra.
La tierra confunde las categorías, mezcla las formas, produce la incertidumbre simbólica donde, creo, radica el valor del arte. Esto de lo que hablamos tendrá un significado, y en ojos de alguien distinto, mutará volátil hacia otros campos semánticos. Mucha de esta ambigüedad radica también en los mitos, la obsesión de Carson, su carrera de largos años: la Antigüedad griega y su literatura.
autobiography of red fue mi primer encuentro con esta obsesión mítica, que me hizo artesana y me provocó infinitas relecturas en buses rumbo a la nieve y en cafeterías frente a estaciones de trenes, todas llenas de esa maravilla de darle vuelta al lenguaje, al amor espina, a la reinvención del relato de Estesícoro sobre Geryon. Los fragmentos de este relato sobre el monstruo que cuida su ganado rojo en la Isla de Eritea, el décimo trabajo de Hercules, se transforman en la historia sobre Geryon, joven adolescente protagonista de una novela en verso con mucho de coming-of-age y bildungsroman. En autobiography, Geryon es un chico rojo enamorado de alguien que solo es capaz de rehuir cualquier nivel de responsabilidad afectiva, llamado Hércules. La destrucción permanece, incluso en distintos registros.
En Norma Jeane Baker of Troy, Carson reinterpreta Helena de Eurípides. Según esta obra de teatro, Norma, una actriz, avatar de Helena de Troya y de Marilyn Monroe, en realidad no ha causado la Guerra de Troya, sino que fue encerrada en Los Ángeles por su estudio de cine, y reemplazada por una mujer nube, a quien Arthur (Menelao) siguió a Troya y por quien lucharon y murieron miles. Desde esta confusión de nube y sujeto, la obra provoca una conversación sobre la celebridad y la construcción de un mito desde el poder, cuando el sujeto es una mujer.
A través de fragmentos de gramática griega, Carson desenreda la lengua y el contexto de ciertas palabras como «concubina», «violar», «herida», para apoderarse del registro de la definición y transformarlo en un espacio de ambigüedad. Esto es, para mí, el corazón de la poesía, en una obra de teatro que es mucho más que un libreto y excede sus límites formales. En estas exploraciones, así como a través de los actos, Norma Jeane discurre sobre performar fuera del ser, sobre las interpretaciones de la identidad que son aceptables para los estudios, para aquellos que consumen tu imagen.
Norma Jeane es bella, es célebre, es una calamidad; es, en fin, una mujer famosa. La verdad es, comenta un verso, que ser chica es un desastre. Es una cláusula radical y absoluta, y cuando la leí, me sentí apabullada. Apabullada por lo resoluto y el hecho de que existe en un acto donde Norma reflexiona sobre su ausencia de agencia, sobre la historia de la violencia mítica, Perséfone, Helena, y más adelante, Marilyn Monroe. No era un apabullamiento de sorpresa, sino simplemente de resignación ante una realidad palpable.
El costo de la celebridad, del cuerpo o talento femenino como espectáculo, es inevitablemente el consumo indiscriminado del sujeto y, en ciertos casos, el arrebatamiento de la agencia personal. Como dice el coro, Truman Capote, en algún momento: «there's no room for Norma Jeane’s tortured personal truth either. I love her dearly but—let’s be frank—there’s nothing mythic there». El mito solo puede existir a partir de la deshumanización del sujeto mismo, de una reducción de este a una sola faceta, apta para el consumo mediático.
Es imposible no pensar en otros mitos más palpables, recientes, intrínsecos a la historia popular. En Sylvia Plath, en su relación con Ted Hughes, en Britney Spears, en Marilyn Monroe, en Amy Winehouse. Los avatares de la fama femenina, de la depresión y la enfermedad como espectáculo, dentro de los límites de una industria y un sistema capitalista que lo quiere todo, o una relación que igualmente demanda y posee. El culto a la muerte joven y los dobles estándares con respecto a la celebridad femenina han existido por siglos y aún permanecen.
Sin embargo, en un contraste pleno de belleza, Carson deconstruye la figura mítica. La arrastra del mármol de la antigüedad o del celuloide, a la desordenada existencia de Norma Jeane, que no es nube, sino un sujeto angustiado preocupado por su hija, torturada por las culpas realizadas en su nombre. De la misma manera en que Carson difumina la distancia entre géneros, ilumina estos espacios de reflexión sobre el discurso. Entre las gramáticas griegas, el cuestionamiento del canibalismo mediático, de la manipulación del sujeto en pro del éxito comercial y el entretenimiento. Ante este horror, quizás, parafraseando a Carson, ¿no debería el lenguaje taparse los ojos cuando habla?
Victoria Mallorga Hernandez (@cielosraros). Lima, 1995. Tauro, trickster, poeta. Ha dejado la enseñanza para estudiar Publishing & Writing en Emerson College. Adora la ficcion transformativa, la poesía del continente americano y lo marica. Es editora asociada de Palette Poetry y asistente editorial de poesía en Redivider. Su primer libro de poesía, albion, salió en marzo 2019 con Alastor Editores.
Durante años tuve reparos en rayar mis libros. Miedo, si quieren. Pero algún registro hay que dejar de tu viaje. Una mancha de algo, una esquina doblada, un «aquí estuve», «me llevo esto». Es lo que me pasó al leer La inquietud de la noche, de Marieke Lucas Rijneveld. Una necesidad compulsiva de subrayar frases, que en realidad eran ganas de tirar barro, agua, lo que sea, y cerrar el libro de pronto, no tocarlo más. Esto último no duró mucho, claro. Lo que leerán a continuación es una forma de mostrarles mis subrayados, las veces que dije ¡qué!, sentándome, conmovida y turbada, en una silla muy incómoda.
Estamos en una granja en Holanda. Ahora imagina muchas vacas, mierda en la suela de tus zapatos, mierda en todos lados. A eso agrégale la muerte, que huele también a mierda con nieve. A la angustia arrójale un buen puñado de abandono familiar (ese que ocurre en silencio), algún personaje torvo, y por qué no, exploraciones sexuales perturbadoras (incestuosas, rozando el bestialismo, vamos). Pero también muchísima ternura. Quiero insistir en esto. En una novela como La inquietud de la noche, cruda e incómoda por donde la mires, la ternura es esa mano que te sostiene el cabello mientras vomitas (al ají se le pone un poco de azúcar para que no te pique hasta llorar, es otra forma de verlo).
El origen de todo es la muerte. Matthies, el primogénito de la familia Mulder, se ahoga días antes de Navidad. Este no es un espóiler. Es lo que esperas. En todos lados te anuncian que es una novela acerca del duelo. Pero nosotros sabemos de sobra que la muerte no puede ser verbalizada. O, todo lo contrario: que es algo tan verbalizable que se vuelve infinito, dispara hacia todas las direcciones, en todas las intensidades. Se convierte en el olor a mierda de vaca, en el frío, en la noche.
Pienso que este exceso de poner-en-palabras, ese ir en espirales sin poder detenerse, es lo que produce una ruptura entre el mundo y la protagonista, Jas, que acaba viviendo más tiempo en sus fantasías que en la realidad. Por eso tienes la sensación de estar equivocándote constantemente de camino. Algo está desarticulado en la vida. A pesar de ello, las emociones que Jas reconstruye en sus pensamientos son tan diáfanas como un cristal («soy como una lista de compra tirada al cubo de la basura, esperando que alguien me alise y me lea de nuevo»). Quiere observar con cuidado la muerte para encajarla en su frágil y cada vez más enfermo universo familiar.
Es verdad que historias sobre la vida rural abundan en la literatura. Marieke Lucas, de género no binarie, traduce plenamente su experiencia como parte de una familia religiosa que vive y trabaja en una granja en los primeros años del 2000. Esa es la estructura de su lenguaje: la Biblia y el campo. Citas de Jehová y leche recién ordeñada. Al ser un universo que conoce tan bien, no pasa por agua tibia la rigidez de las sagradas escrituras y su lugar práctico en el mundo («Dios es como el tiempo, nunca acierta»). Aquella, por qué no decirlo, hipocresía religiosa que muchas veces se coloca como una represa mal hecha sobre el dolor.
Pero este vínculo entre experiencia y lenguaje no es de dependencia: no implica límites, sino apertura. Digamos que el lenguaje de Marieke Lucas es un vehículo perfectamente adaptado para atravesar cualquier terreno sin atascarse. Es universal, humano, opera de forma directa, incluso en su distancia, en su condición forastera. Nos habla de Los Sims tanto como de las trampas para topos o la migración de los sapos. Prueba de ello es que una peruana como yo, que nunca ha estado demasiado cerca de una vaca, que vive en una ciudad donde no llueve ni hay nieve, puede reverberar con el olor del estiércol, los primeros celulares Nokia, la forma de un pólder, o el terror que significa pisar mal si estás patinando en un lago congelado.
A esta novela, entre sus muchos aciertos, le agradezco el haberse alejado de la idealización del campo, de la vida transparente y buena, donde se come queso fresco y se ara dulcemente la tierra. Aquí el campo es el escenario del desorden, de lo oscuro. Hablo del terror cuando te das cuenta de que el infierno está en nosotros mismos. No en vano vemos el despliegue de crueldad, los intentos de suicidio, los animales asesinados en juegos y rituales perversos.
De cuánto abismo somos capaces, me pregunto. Cuánta inquietud puede sostener una persona, dentro de su propia casa, antes de arrancarse una a una las ganas de vivir. Eso tiene mucho que ver con la presencia de lo unheimlich. Lo familiar que se torna monstruoso (¿y qué si siempre lo fue?). Cuando lo oculto ha sido destapado, los eventos inquietantes no dejan de surgir, uno tras otro, como una pesadilla bajo el sol de lo cotidiano. La muerte del hermano funciona como un tapón que es removido de pronto: hola, oscuridad.
Parece evidente, pero lo diré de todas formas: se requiere valentía para sumergirse en estos asuntos. Y honestidad, para no ahogarse tan rápido. Solo así puedes ver un cuerpo como lo que realmente es: un organismo que se descompone, hace caca, se masturba, es capaz de matar, y también de sentir todo el dolor del mundo al verse abandonado como un paquete de carne congelada (imagen que no me puedo quitar de la cabeza).
Por si te lo preguntabas: no, no es la novela más perturbadora que vas a leer en tu vida, pero sí convierte el duelo familiar en algo delirante y adictivamente oscuro. No la leerás suavemente. Sentirás muchas veces escozor, el dolor de espalda por la silla incómoda. Todo depende de cuánto estés dispuesto a tragar. De mis subrayados, me quedo con esta postal: «En la inquietud es cuando somos auténticos». Qué duda puede cabernos de eso.
María Belén Milla Altabás (@belenaltabas). Lima, 1991. Literata, medievalista, a veces poeta. Escribió Amplitud del mito (2018) y otros poemas esparcidos en internet. Ama los gender studies, el expresionismo, las pinturas de Matisse y la historia hasta 1700. Sus libros están llenos de flores secas. La encuentran en instagram como @belenmmaria.
Son las siete de la tarde del viernes. Ayer fue jueves y mañana será sábado. Voy a la cocina, me abro una cerveza y saco un puñado de rebujina que guardo en un bote de Nocilla. Le pego un sorbo y salgo a la puerta para sentarme en el sardiné. Una adolescente llora en la esquina de enfrente con el móvil en la mano: «¡quiero morirme!» le grita a sus amigas. Suena el teléfono, me meto en casa.
Son las dos de la tarde del sábado. Estoy sentada en la puerta, me he abierto la segunda cerveza y he llenado de nuevo el cuenquito de rebujina; me meto un puñado en la boca. A mis sobrinos les gusta mucho. «Los echo de menos» pienso mientras mastico. Pasa un coche con Haze retumbando, se me queda la canción pegada el resto del día.
Son las seis de la tarde del domingo. Hace calor y mucho aire. Huele a azahar y a cochino, como siempre. No parece importarle a la gente que inunda el bar de al lado. A mí, a estas alturas, tampoco. Aparece por la esquina el coche de la guardia civil y se paran a hablar con uno en mitad de la carretera. Ninguno lleva la mascarilla.
Son las once de la mañana del martes, hago mandaos en la plaza con mi tía. Le pregunto por unas casas señoriales que hay allí: «son de los Currucas» dice bajito, «son viejos ya, tienen seis hijos, pero todos han salido regular. Un par de ellos están en la cárcel: uno por pegar a la mujer y el otro no-se-sabe. El chiquillo chico se mató y las dos mayores están malas de los nervios. La de la casa aquella también se mató: esa chiquilla nunca estuvo bien». Pasando por el cuartel me acuerdo del que detuvieron ayer. Estaban las cámaras de la tele y estuvimos pendientes por si salía algo. «¿Qué ha pasado con el de ayer?» pregunto. «Ah, ya está fuera». Hace años hicieron una redada con helicópteros, como en las películas. Por lo visto la gente empezó a correr pueblo arriba, pueblo abajo como pollos sin cabeza. Detuvieron a un puñado y a los pocos días los habían soltado ya a todos.
No aparezco en Al final siempre ganan los monstruos de Juarma, pero podría. Vivo enfrente de una rotonda y al lado del pub de moda. No sé muy bien qué significará eso en una ciudad, pero aquí significa que no va a pasar nada sin que yo me entere. Me mudé definitivamente hace poco y nadie sabe demasiado de mí más allá de que soy la chica del Sansón. Yo sé algunas cosas, como que la chavala que lloraba el otro día es la hija del facha oficial y que está saliendo con el niño del Kini, un perla. Que el que pasó con Haze a toda hostia dejó el colegio a los dieciséis para irse a poner taquitos y que ahora coge espárragos para fingir que es de ahí de donde saca el dinero para los tres coches que se compra al año. Que «lo que pasa en el cuartel, se queda en el cuartel», o que el que está en la cárcel por no-se-sabe es más bien por de-esas-cosas-no-se-habla. También, que la mayoría de casas que tienen siempre las persianas echadas y el aire acondicionado andando están llenas de yerba: las alquilan a alguna vieja, pinchan la luz, levantan el suelo, echan tierra y plantan ahí directamente. Es mucho más rentable. Está tan generalizado y la deuda del ayuntamiento es tan grande que en épocas de alto consumo se va la luz un par de veces al día mínimo y Sevillana no se hace responsable de nada porque llevan años sin ver un duro.
Puedo contaros más cosas de las que pasan en mi pueblo, pero me juego el brazo bueno a que en los vuestros pasa tres cuartos de lo mismo. Al leer Al final siempre ganan los monstruos me sentí una más, aún no teniendo demasiadas cosas en común con los personajes. Pero el contexto, las sensaciones y la honestidad con la que se presenta al pueblo y a los personajes y sus historias hace imposible no ver mi día a día en ellas aunque ni siquiera aparezcan. Veo a los chavales fumándose sus porros y bebiéndose sus litros camino del cementerio; veo a las señoras comprando bragas en el mercadillo; veo a la cajera fantaseando con el fin de semana; veo a los niños embarcando las pelotas; veo a la gente tomando el sol en las terrazas. Puedo verlo todo porque yo también vivo ahí. Da igual lo turbios que puedan ser los personajes o las situaciones, da igual si hay droga de por medio o no la hay: ando por las calles de Villa de la Fuente como lo hago por las calles de mi propio pueblo. Veo la miseria y veo la ternura como lo hago en el mío.
Hay muchísimas cosas que me gustan de este libro (los personajes, las distintas voces, el lenguaje…) pero la principal es justamente esto. No son historias inverosímiles o bucólicas y son historias que pasan, principalmente, en un pueblo. Uno que podría ser real como lo es el mío, el de Juarma o el vuestro. Porque seamos sinceros, ¿dónde se habla de nosotros y de qué forma o desde qué perspectiva? Ahora mismo pareciera que, en el imaginario, los pueblos solo podemos ser ese sitio de los años cincuenta en el que andan por mitad de la plaza de la iglesia los caciques a caballo mientras los paisanos lo saludan levantando la boina de forma servil. O directamente espacios vacíos o vaciados en los que solo queda uno de los caciques, un paisano y un trozo de tierra sin arar y que hay que llenar (siempre desde las ciudades, claro) de grandes acciones.
No me malinterpretéis, claro que hay problemas y vacíos en nuestros pueblos, pero eso no significa que no se pueda ver más allá y darse cuenta de que están llenos de vidas. El mío está lleno de gente, con sus vidas y sus trabajos, ya sean en el campo o en otra cosa. De personas que sienten y padecen, como en cualquier otro sitio. De palabras, lenguajes e historias: las que conocemos todos y las que nos guardamos algunos calladitos, calladitos. También está lleno de bares, moscas y Porsches Cayenne. Y de monstruos, también de monstruos.
Ángela Cantalejo (@angvirtual). Sevilla, 1991. Nunca nada.
Os recuerdo que estáis leyendo el trigésimo segundo número de La libretilla,
donde la reseña y el sentir cosas se meten mano.
Os veremos el mes que viene, con otro puñado de textos maravillosos.
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