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Bienvenides a la vigésimo octava entrega de La libretilla. En este número, Noah Benalal nos habla de los no-lugares de La hondonada, de Jhuma Lahiri; Marina Llompart se estrena con un texto sobre The House On Mango Street, de Sandra Cisneros, narrativas juveniles y habitaciones propias; Ishara Solís Rodríguez nos habla sobre héroes y sobre La saga de Grimr, cómic de Jérémie Moreau; y Ángela Cantalejo escribe sobre amor y terror y Nuestra parte de noche, de Maríana Enríquez.

Logos e ilustración: Ishara Solís Rodríguez.
Cuando viajo a visitar a mi familia, emigrada antes de que yo naciera, anticipo la experiencia del ‘no lugar’ con un placer extraño. Siempre me han gustado las pequeñas huidas, desde niña: busco compañía y después la rehuyo para estar sola, y celebro el extrañamiento como una victoria, porque sé que tiene un carácter temporal: siempre, antes de lo que me gustaría, encuentro la salida y termina. Así que procuro llegar al aeropuerto con tiempo: vaciarme, dejarme guiar descerebrada por señales, sentarme en el suelo a disfrutar de los largos tiempos de espera, y robarle minutos a ese reloj que de otra manera no accedería a pararse. Como persona, es lo más parecido que me puedo imaginar a la abstracción: ahora paso a ser una función, un número, un color.
En el país que me recoge también reacciono y respondo de forma automática, y todo sucede a mi alrededor con una forma de presencia muy distinta a la que tiene en casa. Hasta la banda sonora parece extrañada: ningún estímulo es relevante, ninguna voz es urgente, los ruidos se amortiguan unos a otros. Nada te sacude fuera de tu ensimismamiento cuando eres anónimo: lo de fuera queda reducido a un zumbido en los oídos que te aísla, que te mantiene a una distancia de seguridad con los demás.
Creo que esa clase de soledad, circunstancial y adscrita al espacio, es la que persigue a los personajes de Jhumpa Lahiri allá donde van. En La hondonada, como en los relatos de Tierra desacostumbrada, la autora vuelve a contar una historia de migración y de múltiples huidas, y el aislamiento es una constante casi permanente en su escritura, que siempre viene fuertemente marcada por coordenadas: los sitios de origen (Calcuta, Bengala) se convierten en fantasmas, y el eco de sus paisajes y conflictos nunca deja de interferir, de aparecerse de forma privada. Los sitios de llegada (Londres, Boston, Rhode Island), pese a no ofrecer ninguna resistencia material —estas personas siempre logran una clase media, acomodada—, quedan dotados de una existencia casi parcial, opaca.
Sus personajes vagan orientados intuitivamente por el trauma del desplazamiento, el abandono o la separación, con su voluntad vacía y reemplazada por el más profundo desapego. Como un velo que los separa siempre del fondo y de los otros, el pasado los aísla, los ahueca, los calla: se convierte en ese ruido atenuado del que hablaba, parecido a un zumbido permanente en los oídos, y lo de fuera queda ensordecido. Desancladas así de sus coordenadas, estas personas se amarran sólo a su interioridad, y la historia es un vaivén anestesiado en el que el tiempo le gana terreno al espacio. Desconectados de lo que tienen alrededor, huyen hacia delante en su línea biográfica: pasan ellos por la vida, no consiguen dejarla pasar.
Y el impulso de huida siempre está allí: es lo que en La hondonada mueve a Gauri, una joven estudiante, luego madre, luego académica y luego anciana que sigue viendo a su pareja asesinada por la policía cada vez que cierra los ojos. Gauri, que abandona a su hija y sólo entonces consigue quererla, llevarla consigo, sentirse más cerca de ella que cuando la tenía delante y sólo podía pensar en seguir escapándose para estar sola.
Gauri, desapegada, más unida a los fantasmas que a la gente, existe como personaje en una novela que conecta varias generaciones, varios espacios, varias historias de vida con un recuerdo en común: una hondonada llena de agua en Tollygunge que fue testigo de esta familia; un paisaje que, por procedimientos inmobiliarios y como el pasado, ha dejado de existir. Tampoco existe para nadie el deseo ni la posibilidad de volver; lo único que queda es un presente amodorrado en el que buscar nitidez, seguir intentando construir algo.
Pese a la calma aparente del no-lugar, que consigue extenderse hasta abarcar décadas, el anonimato que ofrece escapar las raíces o el presente es muy distinto de la paz. Pero restablecerse, arreglar el daño y perdonar también aparece en la novela como un proceso casi fortuito, natural, un camino tardío para los huidos que se empieza a dibujar antes de que el tiempo se acabe. De esta forma, el proceso de lectura se convierte en esperar: esperamos que algún día puedan respirar, dar marcha atrás desde la abstracción, encontrar las conexiones que señalan la salida.
Noah Benalal (@slayerkinney). Madrid, 1996. Escribe ensayo más personal de lo que quisiera, y ha participado en La desconocida que soy. «Necesita más que mucho frío en los pies» (esa bio se la escribió un bot).
No podía no hablar de The House On Mango Street, de Sandra Cisneros, así como no puedo hacerlo sin dar un gran rodeo. Como lectores reincidentes, conocemos o creemos conocer aquellos temas que de alguna manera activan las teclas de nuestro teclado. En mi caso, son las novelas de adulterio. Pero como todo en la vida, a veces hay cosas que se introducen en nuestras vidas sin apenas avisar. Y no es hasta mucho más tarde que uno se da cuenta. Un día, cuando entre las páginas de un libro crees reconocer esas conexiones que nos aumentan nuestra líbido lectora y te dices a ti misma: ¡eso yo ya lo he leído!
Durante el confinamiento, reparé en algunas historias para adultos que me habían acompañado los últimos meses y en las que seguía zambullida en espíritu. Todas ellas compartían un rasgo: eran historias en las cuales seres adultos (véase el autor o la autora) narraban las peripecias de niños, niñas o jóvenes. Francie, Holden, Phillipe, Vinca, James, Maya, Delia, Merricat, Esperanza. Estas historias, tanto si parten de los propios recuerdos del autor como si son un mero ejercicio ficcional (si no es que toda la vida es un mero ejercicio ficcional), me parecen una tarea extrañamente complicada.
Pensaba en la reseña de Lizara del mes pasado y en ese «no me imaginaba, y me disculpo por la bajona, que cuando eres adulto todo eso hay que manufacturarlo personalmente con gran esfuerzo y contentarse con el espectro descolorido casi exorcizado de esa emoción». Podría ver un ejercicio de nostalgia en esa escritura pero también de falsedad absoluta. Cuesta creer que como adultos educaditos no vayamos buscando un sentido vital a ese reino de la infancia, cuando todo está aún por estrenar. Pero me encanta reconocer en esos textos el enfado y la rebeldía adolescente, la mirada ingenua y maravillada del niño.
Eso es precisamente lo que me pasó con un breve libro prestado que cayó en mis manos durante el confinamiento: The House On Mango Street. Y una heroína: Esperanza. Esa primera lectura, completamente furtiva, desnuda y desordenada me duró un solo día. Repito, es muy breve. Un librito compuesto por 44 viñetas que a lo sumo tienen tres páginas cada una y que retratan la vida de Esperanza Cordero, una adolescente de unos doce años que vive en un barrio hispano a las afueras de Chicago.
La casa de la calle Mango, precisamente, es la gran antagonista en esta historia: siempre está ahí atormentando a nuestra protagonista. Cuando llegan al barrio, al sitio donde tendrán que vivir, este no es la promesa de hogar que ella esperaba. A partir de ese momento, el anhelo de un lugar propio perseguirà a Esperanza durante toda la novela. Es también un anhelo compartido con otros personajes (sobre todo femeninos) de tener un derecho sobre su cuerpo y sobre su propio destino. No en vano Sandra Cisneros dedica el libro «A todas las mujeres».
La casa se convierte también en una especie de prisión que ahoga a los personajes. Las ventanas, como ya lo eran en el siglo XIX en las novelas de provincias, son el símbolo de la represión hacia las mujeres y la lucha por conquistar lo que queda más allá del cuadro acristalado. El libro es un gran homenaje a la belleza, una belleza particular, pero belleza al fin y al cabo. Sandra Cisneros termina tejiendo la historia de la tradición chicana para regalársela al mundo. Hablábamos de los diferentes mecanismos que siguen este tipo de novelas. En este caso, Sandra Cisneros no os está explicando su adolescencia, o al menos no solo la suya. Como la más hábil de las ladronas va tomando prestadas sus propias historias y la de todos aquellos semejantes que le van explicando su vida y las entrelaza en esta novela. Así, en menos de cien páginas, nos narra lo particular de una chica latina y lo universal de los anhelos adolescentes. Un regalo literario que ella entrega con la máxima humildad posible, con la intención de crear historias que uno pueda empezar a leer en cualquier página sin alterar su sentido y que no avergüencen al lector por no haberlas entendido.
La lucha de Esperanza es la lucha que han librado en el pasado muchas mujeres como ella: la tozuda idea de que había para ellas en el mundo algo más, un poquito más que aquello que se esperaba de ellas, algo más que una casa destartalada, algo más que el matrimonio y el hogar. Simplemente, más.
Marina Llompart (@lletraferits) Mallorca, 1994. Una vez le enseñaron un álbum ilustrado y ahí se quedó. Convencida que en otra vida fue decimonónica. Le encantan los libros: hacerlos, leerlos y tocarlos.Vive en Barcelona, donde edita libros en L’Altra Tribu.
La saga de Grimr, de Jérémie Moreau, es un cómic trágico pero muy bonito, de la manera en que lo son las historias trágicas. Artísticamente me impresionó, los paisajes islandeses, los cuerpos luchando, y con la historia directamente lloré.
Desde el principio se muestra que la naturaleza de Islandia es la mayor enemiga de sus habitantes: el clima es intempestivo, la tierra es difícil y las erupciones volcánicas son frecuentes. A pesar de todo, los islandeses aman su tierra, la admiran, bella como es, y les duele quererla tanto, conociendo su crudeza y el daño que les inflige. Se saben en peligro en su propia casa, lo que les ha hecho criar un carácter superviviente.
El dibujo de Moreau me llamó la atención desde el principio, pero había algo que sentía como suelto, como que no le encontraba su sitio. Viendo los paisajes, de cielos inmensos y montañas vivas, los colores intensos, las pinceladas definidas, los verdes, los ocres, los azules, se me hacían más familiares a cada página. Pero no fue hasta que vi a Grimr retorciéndose en el aire que caí en la cuenta: estaba viendo a Goya en viñetas, y Grimr era uno de los pobres fusilados, uno de los que se dan de garrotazos. Al descifrar la semejanza noté cómo todo encajó en mi cabeza; ver la inspiración de Goya en Moreau me hizo ver su obra, de alguna manera, más entera.
Las sagas islandesas son textos épicos de los siglos XIII y XIV que cuentan la historia del poblamiento de Islandia entre los siglos X y XI. Hablan de batallas y colonizaciones, a la vez que recogen mucha información sobre la sociedad y la cultura de la época. A estos textos también se los conoce como sagas familiares, están centrados en el linaje de los colonos. Fueron muy importantes para la propia construcción de Islandia y la identidad islandesa, y sus héroes, guerreros y conquistadores eran admirados por las generaciones posteriores. La saga de Grimr es, como dice su título, una saga, que sigue la estela de la tradición de estas sagas islandesas, pero rompiendo o virando sus elementos identificativos.
El primero de ellos es la familia. Ya desde niño Grimr es despreciado por sus vecinos al quedarse huérfano por la erupción de un volcán. A partir de entonces, y durante toda su vida, él sabe que ya no le queda nada («Ser huérfano en Islandia… no se lo desearía ni a mi peor enemigo», le dicen). Sin familia no es nadie, tampoco tiene tierras, hasta pierde su nombre: le llaman Grimr Enginsson, hijo de nadie.
En el cómic se habla mucho de la fama, como la de los héroes de las sagas, entendida como legado para las generaciones venideras. Fama no en vida sino de cara al futuro cuando uno ya no esté. Grimr crece con estos valores épicos clásicos (quiere ganarse el nombre de “el valiente”) pero los transforma, no tiene el afán violento o conquistador de los héroes anteriores, sino que ayuda y se preocupa. Se conforma en un personaje positivo, en el sentido de que construye y no destruye. Se pasa la vida apilando piedras, armando edificaciones que sirvan a los demás.
La saga de Grimr también recoge las costumbres y cultura de la época, pero las presenta anticuadas y abusivas, no como algo a preservar. Hay vendedores de niños, matrimonios concertados, políticos que abusan de su posición y un sistema de justicia que discrimina al pueblo y favorece a los ricos.
En el marco histórico y solemne de las sagas, Grimr es huérfano en contraposición a ser parte de un linaje, construye en contraposición a pelear, cuida en contraposición a dominar. Sus coetáneos lo desprecian por carecer de las características del héroe clásico, pero desarrolla otras, las suyas propias, que finalmente le merecerán una saga y le convertirán en un nuevo tipo de héroe. El cómic habla de las sagas y los héroes en diferentes niveles y desde diferentes perspectivas. Los personajes conversan entre ellos sobre cuál es la mejor saga, el héroe más intrépido, teniendo presentes los valores tradicionales. Mientras, los lectores vemos el viaje épico de Grimr, que transforma la escala de valores y la concepción del héroe, pero que es ignorado por el resto de personajes. Así, mensaje y contenido se retroalimentan para reflexionar, ambos a la vez y en conjunto, sobre la construcción de las sagas y sus valores.
La saga de Grimr me ha parecido un cómic precioso, me ha hecho sentir muchos sentimientos, y tiene la entidad que tienen los clásicos pero con la sensibilidad de una obra actual. Leedlo, por favor.
Ishara Solís Rodríguez (@isharasr) Oviedo, 1989. Dibujante y fanzinera. Licenciada en Bellas Artes. Es la mitad de Ediciones Excreciones y ha ilustrado el libro F de feminismos. Le encantan la ciencia ficción, los cómics y el arte contemporáneo.
«No sé qué debo sentir, me dijo una vez.
Vas a sentir lo que haga falta, le contesté.»
Si ahora mismo cerrase los ojos y me diera la vuelta en la cama, aparecería de pronto la certeza de que hay algo detrás de la puerta de mi habitación. Invadida por el cinismo y el miedo, pienso que si va a matarme lo haga pronto y así me ahorro el sufrimiento hasta dormirme. Otras veces, me entra un miedo súbito mientras duermo y enciendo la lamparita convencida de que con la luz encendida no puede pasar nada. Todo es posible cuando estás en lo oscuro.
Muchas cosas pasan por mi cabeza al apagar la luz, por eso leer Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez ha supuesto tanto para mí. Nunca he leído terror; creo que os podéis imaginar por qué. A los cuatro años vi IT con mis hermanas mayores; la gota de sangre cayendo a la taza de té aún me persigue. A los catorce vi The Ring. Mi amiga MJ se bajó la película y la trajo una tarde a casa. Merendamos un bocadillo de atún con tomate y fuera tronaba. Cuando la niña sale del pozo y grita con desesperación «Mami» ambas recordamos la versión de Bisbal de la canción de Los Chichos y comenzamos a cantar cambiando la letra: desapareció la tensión, nos reímos mucho y salimos a pasear. No volví a casa hasta que estuvieron mis padres, por si acaso. A los veintitrés intenté ver Annabelle, no duré ni cinco minutos. La persona con la que estaba en aquel momento lo interpretó como un pequeño acto de coquetería. Yo, sin embargo, solo pensaba en la oscuridad tras la puerta de la habitación. A los veintinueve, Mariana me ha partido en dos con un hacha oxidada y me ha tirado sal encima. Y aquí estoy: dándole las gracias.
Nuestra parte de noche está lleno de todo esto: momentos de pánico que se te quedan pegados al pecho como un chicle derretido, convertidos en una bola pegajosa llena de «por si acasos». Sin embargo, nunca he sentido miedo leyéndolo (no del que asoma por lo oscuro) aunque sí muchos tipos de tristeza, asco, desasosiego, rabia, pena, frustración y un amor total y absolutamente certero.
Para mí, como para muchos, el amor son muchas cosas muy complejas y al mismo tiempo algo sencillo y simple que aparece ante ti: es un mensaje de una paloma que trae una semilla que es el padre, el hijo y el Espíritu Santo; el toque con una varita desquiciante; la idea que aparece a la 01:16 de la madrugada de que jamás querrás a nadie como quieres a quienes tienen tu sangre y que harías cualquier cosa por ellos. Puedo imaginarme sin esfuerzo tirándome delante de un camión por mis sobrinos si fuese necesario. Aquí estoy siendo un poco dramática pero hablo con total sinceridad. Yo, afortunada, siento amor.
También lo sienten los personajes del libro: unos por las personas, otros por sí mismos y otros tantos por la Oscuridad. Mariana traza un viaje complejo en el que la historia social y política argentina, su folclore y el universo que crea, dominado por el culto a la Oscuridad, se entremezclan, marcando la vida de Juan y su hijo Gaspar, donde la desesperación del padre por salvar al hijo de lo que supone ese mundo vertebra la trama.
Todo esto está tan bien escrito, que la sinceridad y la crudeza de lo que aquí ocurre te traspasa de todas las formas posibles: el desgarro, el egoísmo, la envidia, la mentira, el poder, el despecho, la crueldad, la brutalidad, la esperanza, la amistad, la pasión, la adoración… los caminos que recorre el amor, desmigados cachito a cachito, para mostrarlo tal como es: lleno de miedos y certezas. El pánico a la pérdida. La seguridad de que harás todo lo posible por proteger lo que más quieres, aunque a veces signifique no hacer lo correcto.
Y tú estás ahí, con libro en la mano, encontrando de repente ternura en un acto de violencia desmedida, sintiendo el amor que lo mueve, horrorizada, pero sin poder parar de leer como ellos no son capaces de dejar de ver la larga agonía de Omayra por televisión. Atraídos por la Oscuridad, esa que solo grita pero que a ti te susurra y te acaricia con sus largas manos marcándote para siempre.
Ángela Cantalejo (@angvirtual). Sevilla, 1991. Nunca nada.
Os recuerdo que estáis leyendo el vigésimo octavo número de La libretilla,
donde la reseña y el sentir cosas se meten mano.
Os veremos el mes que viene, con otro puñado de textos maravillosos.
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