#27 N U E S T R O S M O N S T R U O S

Todo lo que se me ocurre para comenzar esta introducción son chistes.
No es raro esto, claro. El humor y el terror van siempre de la mano; una de las maneras que usamos para lidiar con lo que nos da miedo es la risa, como si todo lo pudiéramos ahuyentar a carcajadas.
En este caso, tiene también mucho que ver con que este año 2020 ha sido un año largo, un año raro, y un año malo. Cuando vives en una versión cutre y un poco aburrida del Diario del año de la peste de Defoe, puedes hacer dos cosas: puedes reírte, encontrar el humor en lo que no tiene gracia, o puedes rendirte a lo obvio e inevitable, y meterte en la cama a esperar que se acabe.
Estas opciones no son excluyentes. Hay días que son buenos y hay días que son malos y luego están los demás, la mayoría, que no son ni buenos ni malos, solo son y ya está. Y tú entonces te ríes, pero desde la cama, bajo la manta, las piernas bien recogidas para que no las agarren los monstruos que viven debajo.
En esta libretilla (¡la número veintisiete!) escriben Lizara García, Carmen Suárez, Fiorella López, Victoria Mallorga y Paula Fernández. Hay mucho gotiqueo y un poco de melancolía.
También hay monstruos.
Esperamos que os guste.
Ilustración y logos: Ishara Solís Rodríguez

Cada octubre enciendo velas, destripo calabazas y me propongo leer historias de miedo debajo del nórdico hasta la una de la mañana: este año, Something Wicked this Way Comes de Ray Bradbury. Esto es un resumen de mi intento anual de amordazar brevemente a mis monstruos contemporáneos (como «todo es un puré informe y burbujeante de espanto y estrés y deadlines») y convocar, en cambio, a los monstruos antiguos; a esas sensaciones que parecían tan inseparables del otoño, tan fáciles de conservar, como guardar un jersey en abril y sacarlo en septiembre. Hubo un momento en el que me sabía casi de memoria «El monte de las ánimas» de Bécquer, aunque los pasos de hueso sobre la alfombra de la alcoba de Beatriz me daban escalofríos metódicamente; hubo una noche en la que el ahora absurdo maletero interdimensional de Buick 8, un coche perverso de Stephen King casi no me dejó dormir; hubo un tarde helada en la que una amiga nos convenció para ver, apiladas en su salón diminuto, Drácula de Bram Stoker (yo, gallina, cuarenta kilos de culpa católica sin procesar: «¡Pero pone que es para mayores de dieciocho y nosotras tenemos doce!»; mi amiga, el centro sensato: «Te prometo que no hay tetas. Hay sólo una teta»).
Esos escalofríos venían con facilidad, como venía todo lo demás: la emoción por las hojas escarlata de la plaza, la emoción por las bufandas y la emoción por la luna llena y los disfraces y los maratones de películas de miedo. No me imaginaba, y me disculpo por la bajona, que cuando eres adulto todo eso hay que manufacturarlo personalmente con gran esfuerzo y contentarse con el espectro descolorido casi exorcizado de esa emoción. Pero es eso o nada, así que cada octubre, especialmente si hay noche de tormenta, enciendo una vela o dos e intento exhumar esas sensaciones tan prematuramente amortajaditas.
Como soy una expatriada asimilacionista, este octubre decidí abrazar monstruos adoptivos y utilizar de grimorio un libro clásico de terror ambientado en un pueblo del Midwest americano, Something Wicked this Way Comes, que empieza así de prometedor: «First of all, it was October, a rare month for boys…». Ese something que viene hacia Green Town, Illinois, es un circo ambulante de principios del siglo veinte con todos sus fenómenos correspondientes. Los dos niños protagonistas, Jim Nightshade y Will Halloway, observan escondidos la llegada de los vagones, con un silbido que suena a «the howl of moon-dreamed dogs, the seep of river-cold winds through January porch screens which stopped the blood, a thousand fire sirens weeping, or worse! the outgone shreds of breath, the protest of a billion people dead or dying, not wanting to be dead, their groans, their sighs, burst over the earth!».
La atracción más terrible y seductora de este circo pandemónico es un tiovivo en el que cada vuelta hacia delante o hacia detrás añade o sustrae un año a quien se atreve a montarlo. Jim, que está harto de tener trece años, quiere subirse y sumarse cinco o seis vueltas. Will nota que todo está cambiando a su alrededor de formas desconcertantes y preferiría quedarse en los trece para siempre. Y al tercer protagonista, el padre de Will, le pasa como a Bradbury, al que le pasa igual que a mí al llegar octubre. Camina por las calles de hojas embrujadas de los pueblos de Illinois y quiere volver como sea a lo que sentía al descolgarse de los árboles de las aceras cuando era un crío. No, piensa de repente Bradbury. Lo que quiere es aceptar que tiene cincuenta años, y que hay una belleza en esa nostalgia y en lo irrecuperable de esos momentos. ¡No!, se corrige, ¡los padres de cincuenta años pueden trepar ventanas con sus hijos y enfrentarse con ellos a los monstruos!
Todos estos impulsos y deseos renegociados se reflejan en la novela en una trama oscilante y mal cosida, y en una prosa desesperada. A los doce años valía con notar el olor del algodón de azúcar a lo lejos para sentir; ahora hacen falta párrafos eternos que arrastran cadenas de adjetivos y de verbos desesperados por contener, evocar, recrear, resucitar, desfibrilar. Bradbury necesita algo, no sabe qué es, y parece tantear maniacamente el lenguaje y mezclar palabras como un alquimista con la esperanza de dar con la combinación mágica: todas sus descripciones son esto-y-lo-otro-y-una-cosa-más, guiones-suturas, híbridos-bifurcaciones-amalgamas que fragmentan las escenas como laberintos de espejos.
Something wicked this way comes: para Jim y Will es el circo, con sus monstruos de siluetas aterradoras pero definidas. Para Bradbury es la bruma, el aletargamiento, el paso sigiloso e incontenible de los años. Para Will y Jim es el tren oscuro y su calíope misterioso, something wicked que viene y something wicked que se va derrotado, pero Bradbury está paralizado, escuchando el silbido que anuncia una llegada inminente. El tiovivo sólo gira hacia delante, el tiempo sigue acumulándose y la única sensación que nos queda, la única a la que no hace falta conjurar, es la de que algo se acerca, algo se acerca.
Lizara García (@aint_nograve). Alto Aragón, 1994. Era feliz vendiendo libros, pero ahora estudia literatura en la Universidad de Illinois. La personalidad de Rachel Weisz en La momia (1999) con el pelo de Brendan Fraser en La momia (1999).
En este especial iba a hablar de Drácula, de Bram Stoker, porque los vampiros son probablemente mi monstruo favorito. Tienen muchas lecturas y a lo largo de la historia los hemos moldeado para que representen diversas ideas que nos obsesionan culturalmente. Después, por variar, decidí que mejor hablaba de Fangs, el cómic de Sarah Andersen. Sí, esa Sarah Andersen de tiras cómicas. Ha sacado un cómic que tiene un estilo distinto, de historias contadas en pequeñas viñetas y que trata de cuando una vampira y un hombre lobo se encuentran en un bar y deciden salir juntos. Es una historia adorable, divertida y con un final que me gusta muchísimo.
Pero finalmente voy a escribir del libro del que he intentado no escribir. Ya va siendo hora de que me enfrente a mi monstruo personal: La maldición de Hill House, de Shirley Jackson.
Shirley Jackson es una autora que podemos decir que tenía muchos monstruos personales. Sin ser yo una experta en su persona, muchos de los artículos en los que aparece giran en torno al concepto de escritora maldita: una mujer que ha sufrido por su escritura, una mujer en cuyo mundo escribir y todo lo demás está en conflicto, desgastándola poco a poco. En La maldición de Hill House queda patente que el monstruo es la casa, una que va deteriorando a los inquilinos, que ya en un primer vistazo es horrorosa y que según Eleanor no debería ni haberse construido.
Eleanor es nuestra protagonista. Una joven cuya vida da un giro cuando le llega una carta del doctor Montague. Montague vive obsesionado con los fenómenos paranormales, ha encontrado una casa encantada y planea pasar una temporada allí. Pero antes, envía cartas a personas que cree que son sensibles a los eventos paranormales, y Eleanor es una de ellas. Así, Eleanor roba el coche que comparte con su hermana para ir a Hill House, dejando atrás una vida de absoluta servidumbre: primero hacia su madre, luego hacia su hermana y su desagradable marido. Es en la escena que comparten, antes siquiera de que veamos la casa, donde empiezo a intuir qué va a suponer para mí La maldición de Hill House. Porque la casa puede ser un lugar horrible, pero no deja de ser un catalizador para el más conocido de todos los monstruos: el ser humano corriente. ¡Vaya cliché!
Pero, al mismo tiempo, cuando pensaba en ello, no podía evitar el escalofrío. La conversación que mantienen Eleanor y su familia, donde esa familia usa todos los elementos de un discurso de unas personas abusivas para controlar a Eleanor, hizo que recordara a todas esas personas que me han hablado así. Algunas veces reconocía lo que sucedía y luchaba contra ello, otras esas palabras emponzoñaban mi mente y me convencían de que era una terrible persona por tener necesidades propias.
Eleanor, en esta situación, huye, se libera y emprende un camino feliz. Notas que en su cuerpo sólo hay adrenalina porque se ha atrevido a hacer lo que no creía posible. Ahora puede ser quien quiera, ahora sus monstruos personales no pueden alcanzarla. Poco sabe ella que se está lanzando a los brazos de algo peor.
La maldición de Hill House es un relato de casa de terror, pero también uno en el que poco a poco van surgiendo lo peor de cada uno de sus habitantes. La casa va afectando a cada uno, obligándoles a aceptar ese núcleo de su ser que guarda su monstruo personal. Es así cómo ella, la casa, encuentra lo que busca, lo que anhela como ser sintiente que es.
La casa es el monstruo para Shirley Jackson: una suerte de prisión donde la dependencia al hogar y la familia acaba impidiendo que puedas huir. Y cuando pienso en ello, me da mucho más miedo. Porque habla de estar atrapada, de someterse a los deseos y caprichos de lo ajeno a nosotras. Esto es un monstruo muy corriente, uno doméstico que no te come en cuanto te ve, sino que te desgasta poco a poco.
Y escribiendo esto no dejo de pensar en cómo hemos estado meses encerradas en nuestras casas. En cómo era necesario y cómo de repente nuestras casas han cobrado otro sentido para nosotras. En cómo ahora mucha gente está buscando casas con espacios al aire libre porque de repente lo apreciamos mucho más. Nuestro refugio seguro se ha transformado en jaulas muy necesarias pero también de las que no podíamos salir, obligándonos a convivir con las personas que ocupan el espacio con nosotras a otro nivel.
Las personas que ocupan Hill House, en el libro, son a primera vista simpáticos y agradables: quieres pasar tiempo con ellos. Tienen sus cosas, claro: una a lo mejor busca demasiado llamar la atención para desviarla de otro lado, otro es un mentiroso. El doctor Montague, por ejemplo, es un hombre que parece cándido, agradable, pero que se deja sobrepasar por las circunstancias. La casa saca lo peor de cada uno, los aísla y aterroriza a su gusto, los vuelve los unos contra los otros.
En La maldición de Hill House puede que la casa sea el monstruo, pero no más que sus habitantes. La casa puede ser el monstruo personal de Shirley Jackson, pero para mí lo son esas personas del principio, los familiares de Eleanor que buscan controlarla y aprovecharse de ella. Pues aunque me dé miedo la casa, más miedo me da lo que cada uno guarda dentro de sí sin necesidad de pisarla.
Carmen Suárez (@Saurrrez). Sevilla, 1990. Periodista que colabora en Eurogamer entre otros sitios. Habla mucho de videojuegos, pero si puede te da la turra con libros y cómics también.
Y me levanté completamente despierto,
con todos los horrores del que espera ver un incendio.
CH. R. Maturin, Melmoth el Errabundo
Adentrarnos en las vastas profundidades de nuestras pasiones, involucra un agobiante y desasosegado reconocimiento no solo de cómo se manifiesta la naturaleza humana, sino también de cómo esta puede rendirse ante las perversidades más atroces y hundirse en un horror o temor que logra superar su estado terrenal. Melmoth el Errabundo (1820), novela escrita por el genial irlandés Charles Robert Maturin, nos entrega, en este suntuoso texto, quizás uno de los más importantes ejemplares de la literatura gótica. La constante desesperanza y desventura de la condición del ser humano, a partir de sus diferentes personajes-narradores, se presenta constantemente en una narración del modo más amenazante. Esto se debe a que el autor apuesta por una expresión estética que superpone la experiencia de lo sublime por sobre una contemplación de lo bello.
Desde los primeros capítulos, se nos va introduciendo en estos sublimes y corroídos espacios. Así, tanto la descripción de los paisajes, recintos, prisiones, catacumbas como las súplicas interiores de los personajes no dan cuenta de una armonía o correlación del individuo con el mundo, sino de las apariencias y engaños. La presencia de lo sublime en Melmoth el Errabundo nos permite entrever una promoción de las fuerzas vitales por parte de los personajes, desde la imaginación, que nos dirige hacia lo más recóndito de nosotros mismos y, por tanto, a una inminente descolocación.
Ahora bien, la historia central o diégesis de esta novela comienza con John Melmoth, quien se ve obligado a suspender sus clases de la universidad y visitar a su tío, ya que este se encuentra en su lecho de muerte por causas que, al parecer, exceden a toda lógica. Al encontrarse con él, en una mansión tan lúgubre como todos los invitados, dicho moribundo le confía a su sobrino que el motivo de su muerte se debe a un horror indescriptible causado por la presencia de un ser infernal, cuyos ojos parecen despertar todos los abismos. Aunque el joven Melmoth no le guardaba casi ningún afecto a su avaro tío, decide obedecer sus últimos mandatos: quemar el retrato de aquel extraño individuo y un manuscrito que confirmaba su existencia o paranoia.
Ya en este punto de la lectura, resulta relevante considerar que este ser maligno, también conocido como el Errabundo, es un lejano antepasado de la familia Melmoth. Esta información nos será de gran utilidad en el momento que el joven John decida quemar el cuadro, ya que la contemplación del retrato provoca, en este espectador, además de admiración, una experiencia inusual; es decir, la inevitable posesión y el descubrimiento de su propia genealogía o mísero origen.
Asimismo, durante la lectura del manuscrito, se da rienda al primer relato y narrador-testigo a cargo de Standon, redactor de aquel siniestro documento. Más adelante, John se encuentra con el español Moncada, quien le narra su desdicha al verse forzado a convertirse en monje y, por ende, atado a la vida monótona de los monasterios. Dentro de este segundo relato, se abordan con precisos detalles el «De los indios», el «De la familia Guzman» y, finalmente, el «De los amantes». En ese sentido, la estructura narrativa de esta novela resulta de manera análoga a las matrioshkas (o muñecas rusas), ya que los relatos que la componen están contenidos unos dentro de otros.
La trayectoria narrativa no consiste tan solo en una multiplicidad de historias que evidencian las apariciones de Melmoth el Errabundo, sino en el detonar de los ánimos desolados de los personajes y la sociedad que los contiene, de la cual no pueden escapar. De esta manera, los personajes se ven extenuados hasta el límite de sus fuerzas y esperanzas. Sin embargo, al mismo tiempo, develan que la separación entre lo sensible y lo espiritual es una fuente de error, puesto que cuerpo, alma e inteligencia deben formar una unidad indestructible.
Así, las narraciones de esta novela nos conducen a través de las regiones más perversas de la naturaleza humana y cómo nuestros sentidos, como conductores de efímeros pero imprescindibles placeres, pueden provocar un interminable caos y la pérdida de toda cordura. No obstante, también se hace énfasis en que las pasiones no pueden ser negadas. Estas nos ofrecen un tipo de conocimiento en su más cruda pureza, libre de cualquier artificio.
Dicho todo lo anterior, al finalizar el texto, aún nos pueden asediar ciertas interrogantes tales como ¿quién o qué representa entonces la figura del Errabundo? ¿acaso, quizás, este asolado personaje sería la constancia o el recuerdo de las miserias humanas? ¿cómo reprimimos nuestros propios monstruos o persecuciones? ¿por qué caemos entumecidos ante nuestra propia realidad, a veces tan ajena y extraña?. El constante retorno de aquellos fantasmas, de aquellos ojos en llamas que nos sorprenden absortos y de rodillas, no son cuestiones que han de quedarse solo en algún estadio de la temible imaginación, pues estos nos pueden afectar cruelmente en nuestra realidad más tangible. Charles Robert Maturin tuvo la gran hazaña de universalizar la fragilidad del ser humano y sus ilimitables horrores. Y, a pesar de que su final fue bastante abrupto, esta obra no deja de constituirse como un clásico de la literatura que merece toda atención y cuidado por parte del lector.
Fiorella López (@fiorellalx). Lima, 1994. Estudió Literatura Hispánica en la PUCP y , actualmente, se encuentra realizando estudios en la maestría Historia del Arte y Curaduría en la misma casa de estudios. Asimismo, está comprometida con la fotografía, por lo que ha publicado algunos de sus proyectos en diferentes plataformas virtuales. Entre sus áreas de interés figuran la crítica estética, la teoría crítica, el arte de vanguardia, los estudios de género, la lucha social y la poesía peruana de la generación del 50.
Cuando comencé a leer Los cantos de Maldoror, del conde de Lautréamont (nuestro uruguayo favorito), recordaba que era una novela francesa decimonónica, que es considerada la mayor precursora del surrealismo, pero no recordaba muy bien por qué. La leí por primera vez en una clase de literatura francesa del pregrado y en ese entonces estaba más preocupada por leerme la biografía de Rimbaud, así que, bueno, comprensible. La cuestión es que a veces elijo mi libro para el especial con anticipación y criterio, y otras veces la idea llega como un pensamiento intrusivo, como si hubiera estado esperando la chance de clavarse; este último fue el caso cuando decidimos usar «nuestros monstruos» en este especial. Nuestros monstruos, como tópico, puede ser algo tan íntimo y simultáneamente expansivo, pero a mí siempre me han fascinado particularmente los monstruos humanos, aquellos que llevamos en el pecho, que se sientan en nuestra ceja y murmuran cosas que preferimos obviar o que conscientemente evitamos.
Maldoror, el misántropo y misoteista personaje de estos cantos, cede a su natural impulso hacia la crueldad, después de la represión de sus años tempranos. El lenguaje es rico, es recargado, ampuloso, exagerado, y profundamente furioso hacia Dios, Creador del universo amado en la infancia ahora convertido en tirano iracundo y rabioso que encubre su naturaleza bajo una bondad inexistente. Maldoror ha visto el mundo y lo ha juzgado injusto, lo ha juzgado hermoso, y se ha juzgado a sí mismo como una existencia que gangrena, capaz de envenenar a los mismos ángeles.
Ahora, en el cristianismo, todos los seres humanos tenemos una tendencia a la concupiscencia, herencia del pecado original: nacemos con un pie hacia la crueldad, hacia el deseo desordenado e impetuoso. Habiendo sido criada en la fe y educada en colegio de mujeres del Opus Dei, es casi natural que la culpa cristiana sea una interrogante constante cuando leo, especialmente cuando el autor constantemente vuelve a la herida.
Maldoror camina por el mundo contemplando el mal, haciendo el mal o llorando el mal, rechinando con Dios, rechinando con el ser humano, etcétera. Sin embargo, es el encuentro en la iglesia con la lámpara convertida en ángel (hello! ¡surrealismo!) que realmente refleja su incertidumbre, esa culpa insidiosa. Cuando Maldoror sujeta al ángel, y este «lucha sólo débilmente y ve el momento en que su adversario podrá besarlo a su antojo, si es que quiere hacerlo», es una escena brutal en su violencia y su revelación. Maldoror tiene éxito y pasea su lengua por la mejilla del ángel, pero, ante sus horrorizados ojos, la mejilla del ángel ennegrece, se gangrena, el mal corroyendo el cuerpo de la criatura. Maldoror no puede creer que su lengua contenga un veneno de tal violencia: a pesar de abjurar de la bondad, hay una ambivalencia profunda en Maldoror hacia su propia oscuridad, que es ocasionalmente gloriosa y parte de la Naturaleza (como cuando asesina a los sobrevivientes de un naufragio antes de que lleguen a la costa, pues estarían escapando su muerte natural) o algo de lo que hay que rescatar a los más inocentes, algo terrible y voraz.
Esta ambivalencia, heredera de la culpa cristiana, disminuye más y más conforme avanza el libro, donde Maldoror, hijo pródigo de Dios, y otros elementos surrealistas (cangrejos, arcángeles, y, desde luego, la muerte de un joven y hermoso adolescente) tornan el lenguaje de la crueldad y el gore en una narrativa cada vez más simbólica. Sin embargo, mi mente vuelve constantemente a Maldoror en los primeros cantos, particularmente en su encuentro con el hermafrodita.
El hermafrodita, para Maldoror, es el símbolo de la pureza: es un ser de energía viril y gracia virginal, que «ha nacido con la idea de que sólo es un monstruo», por lo que camina avergonzado y cansado de la vida. Es la única instancia donde Maldoror expresa ciega admiración y una compasión casi tierna por otro ser humano, hasta el punto de declarar que «Ningún día dejaré de rogar al cielo por ti (si fuese por mí, no rogaría). ¡Que la paz sea en tu seno!». La miseria del hermafrodita, deseoso de amor y comunidad, pero pudoroso y avergonzado de su androginia y su propio cuerpo ambivalente, incomprendido por la gente y aun así la dotado de una majestad divina, resuena profundamente en Maldoror, conmovido hasta las lágrimas en un dolor empático que sorprende al lector.
El monstruo, en proceso de corrupción, sigue sintiendo; la empatía de la soledad lleva a una comunión. Y, sin embargo, no quiere ser visto. Al hallar al hermafrodita dormido en un claro del bosque, Maldoror no desea el encuentro, solo desea que el hermafrodita siga dormido, soñando algo más dulce que el presente. Incluso en la empatía, perdura la conciencia de la diferencia profunda entre ambos.
Mucho se ha dicho de las metáforas del monstruo en Occidente. Los monstruos que simbolizan el deseo femenino reprimido, los monstruos que representan enfermedades, aquellos que representan minorías: la monstruosidad como una metáfora amplia y lista para empaquetar en un nuevo color. Tengo mucho recelo de estas resignificaciones (que algún día conversaremos), pero cuando Maldoror ruega al cielo por el hermafrodita, un ser fuera de la ley «divina», un ser apesadumbrado por la misma culpa cristiana que Maldoror busca desarraigar de sí mismo, un eco resuena.
Victoria Mallorga Hernandez (@cielosraros). Lima, 1995. Tauro, trickster, poeta. Ha dejado la enseñanza para estudiar Publishing & Writing en Emerson College. Adora la ficcion transformativa, la poesía del continente americano y lo marica. Es editora asociada de Palette Poetry y asistente editorial de poesía en Redivider. Su primer libro de poesía, albion, salió en marzo 2019 con Alastor Editores.
Me atraen las historias de terror, pero me crispan los nervios. Se me cuelan por delante de todos los pensamientos antes de dormir. Aparecen de pronto y me recuerdan los monstruos que acechan lento, que te soplan en la nuca con su respiración cansada y te erizan hasta las propias vértebras.
Este verano tropecé con Through the Woods de Emily Carroll y me pareció el hallazgo perfecto para leer en esta época del año. Durante unas semanas el sol no se pone nunca en Aberdeen, se queda al borde del crepúsculo, dejando en el cielo un tono coral extraño, mezclado con la noche.
Through the Woods es una novela gráfica con cinco historias de terror, algunas de ellas versiones reinventadas que indagan en el núcleo grotesco de los cuentos de hadas tradicionales, otras rebuscadas dentro de la cabeza de la autora. Sus ilustraciones tienen ese estilo de dibujo que es un préstamo de todo un poco – victoriano, años veinte, de puritanos norteamericanos que acusan falsas brujas apuntándolas con sus dedos–, pero que al verlo junto trae consigo armonía y sudor frío al mismo tiempo. Ese estilo, con sus beiges, sus rojos ahumados y sus tonos lóbregos, es para mi como un augurio de la falta de penicilina, de niños robados en ásperas telas de saco, de monstruos intangibles, innombrables. En especial me gusta de ello el espíritu de lo desprotegido: ante el monstruo un puñal y un candil.
Todas las historias tienen en común eso, los monstruos; visitantes nocturnos de sonrisa afilada, espectros que susurran a través de las vigas del suelo, posesiones silenciosas y bestias que se funden con las sombras del ocaso. Sin embargo, Carroll separa en dos la procedencia del elemento siniestro en sus relatos, escindiéndolo en dos partes que se miran como lados opuestos de un espejo. En la mitad de sus cuentos, lo desconocido irrumpe en lo cotidiano: «It came from the woods, most strange things do»; en la otra fracción, lo doméstico, lo conocido, se retuerce sutilmente y se vuelve perverso.
Esta última idea, la del terror nacido del unheimlich (de lo inquietante y extraño dentro de lo familiar), es propia de las historias que se me quedan fijadas en el rabillo del ojo, siempre ansiosas por aparecer en cuanto se extingue la luz. No quiero destripar los siete cuentos de los que se comprende el cómic, así que hablaré solo de mi favorito, «The Nesting Place»:
La madre de Bell le cuenta cómo hace unos años, una niebla densa y oscura como polvo de carbón cubrió todo el pueblo; una calima llena de bocas con anillos de dientes que devoró a su padre. Pero el peor tipo de monstruo, continúa su madre, es el oculto, un huésped al que nadie ve; el que vacía a las personas hasta dejarlas huecas, colándose dentro para canturrear palabras dulces y húmedas desde el fondo de su garganta. Pero los cuentos, cuentos son, y la protagonista hace caso omiso (¡qué sería del género sin las heroínas cabezotas!).
Bell es ahora una adolescente un poco mohína, que regresa con su hermano a la casa de campo familiar tras el año escolar en un internado. La casa tiene de todo: kilómetros de bosque inhóspito alrededor, estanques, arroyos, y un ama de llaves apolillada, con apellido francés. Con ellos vive también la prometida de su hermano, Rebecca, una mujer que Carroll ilustra como una aparición de ojos vacíos, etérea y preciosa, pero a quien le bailan los dientes al comer, haciendo un ruidito: tlk tlk tlk.
Carroll presenta al monstruo a través de los ojos escudriñados de su protagonista. Hay algo tenue que se remueve dentro de Rebecca, algo que nadie más ve. Sin embargo, cuando finalmente el monstruo se descubre como algo oscuro e inhumano que corrompe los cuerpos de sus víctimas, sirviéndose de ellos como una madriguera o una segunda piel, la tensión se evapora de golpe. Hay un parón en seco dado por una explicación que distancia al monstruo, lo categoriza por fin en la otredad, lo aleja del ‘yo’ humano. Y no es hasta que las ilustraciones enseñan a Bell montada en el coche con su hermano, rumbo a la ciudad y por fin liberada del engendro, que esa rigidez propia de los cuentos de terror se arrastra de nuevo hasta la espina dorsal del lector. Justo cuando los ojos se posan en el bocadillo de diálogo que sale de la boca del hermano de Bell: tlk tlk tlk.

Paula Fernández (@wutheringhills) Barakaldo, 1996. Exiliada en Escocia estudiando Literatura, Cine y Cultura Visual en la Universidad de Aberdeen. Le gustan mucho las novelas gráficas, lo gay, y el folklore. Un té y a mimir.
Os recuerdo que estáis leyendo el vigésimo séptimo número de La libretilla,
donde la reseña y el sentir cosas se meten mano.
Os veremos el mes que viene, con otro puñado de textos maravillosos.
Si queréis contarnos lo que sea, podéis contestar a este mail,
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la magia del internet se ocupará de todo lo demás.
