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Bienvenides a la vigésimo sexta entrega de La libretilla. En este número volvemos con Noah Benalal a Los restos del día, de Kazuo Ishiguro, que ya reseñó nuestra compañera Victoria Mallorga hace muchas libretillas (concretamente, ¡veintiuno!). La sigue Ángela Cantalejo, que habla de chicas, del campo, y de Las chicas del campo, trilogía de Edna O'Brien. Rosa Reinoso nos cuenta sobre Dune, de Frank Herbert, y sobre entorno y narrativas. Para terminar tenemos a Meryem El Mehdati con Panza de burro, de Andrea Abreu.
Logos: Ishara Solís Rodríguez
Vica ya reseñó esta novela en la libretilla número cinco. «He leído dos libros de Kazuo Ishiguro este verano», empezaba, y luego decía: «La gracia es esta: odio la primera persona». Pero al final terminaba excusando su uso por parte de este escritor en concreto: afinando la unicidad de cada voz, Ishiguro estira el recurso de forma discreta; sin exteriorizar directamente sus procesos profundos, conocemos a sus personajes a través de su lenguaje y sus discursos, y los pasados a los que se aproximan se nos van revelando enteros, gracias o a pesar de ellos.
Un verano después, yo he leído Los restos del día para terminar muy, muy conmovida por una primera persona que trata constantemente de mantenerse ajena a su propia nostalgia. Vica también describía en su comentario el funcionamiento de esta voz: «Stevens es parco, se autocensura y tiene una dicción perfectamente entrenada que se refleja en el estilo lingüístico de la obra, los términos usados, el campo semántico asociado a su labor como mayordomo». Al leer la novela, la atención de las dos se posaba en lo mismo; como este texto es una secuela, tomo la palabra desde aquí.
Stevens, narrador y protagonista, es un mayordomo británico que construyó su identidad, su dignidad, a través del servicio a un señor durante la mayor parte de los años veinte, treinta y cuarenta. En su casa se sucedían una serie de reuniones diplomáticas sobre las que cayó la sospecha de traición después de la Segunda Guerra Mundial, y la novela es una suerte de defensa de su vida a través de la defensa de Darlington Hall.
Porque su concepto de dignidad pasa por la negación de sí mismo en favor del trabajo —en otras palabras, porque Stevens renunció a su identidad y vinculó el sentido de su vida a su patrón—, el relato es un ejercicio triste de autoengaño. Es evidente y es trágico que la batalla está perdida de antemano, pero la narración comienza en un destello de esperanza; una ruptura significativa de la rutina cuando, tras recibir una carta de su antigua ama de llaves, Stevens sale de la casa para emprender un pequeño viaje por carretera.
Su objetivo es reunirse con Miss Kenton y ofrecerle un nuevo puesto de trabajo, y las anécdotas que el narrador comienza a rescatar aparecen, como normalmente en la memoria, convocadas por la obsesión del presente. El mayordomo, como se va volviendo evidente, necesita afirmarse digno ante la expectativa de volver a verla; debe reordenar sus recuerdos y recuperar sus razones para afrontar, entre otras cosas, que la dejó marchar.
Su forma de expresarse es particularmente tierna, porque trasluce siempre un esfuerzo por hablar de forma adecuada: no es un narrador dotado, por virtud de la omnisciencia, de un dominio total del lenguaje, sino un trabajador en edad avanzada que sigue haciendo grandes esfuerzos por educarse. Sus dificultades para entender la ironía o responder al humor de su nuevo patrón reafirman esta vulnerabilidad, dolorosísima para un lector que lo observa mientras trata de fabricar chistes de antemano, preparándose para fracasar en complacerlo la próxima vez que lo vea.
La dificultad de adaptarse a los nuevos tiempos agudiza aún más su nostalgia y su respeto al pasado; sobrejustificándose, reafirmándose varias veces en cada decisión del relato, la inseguridad que subyace al discurso no deja de crecer. Lo sentimos caminar de puntillas para no toparse frente a frente con las cosas, retorcer las frases con ‘no obstantes’, ‘sin embargos’ y 'peros' que fijan las limitaciones a las que quería sobreponerse. El contenido de las escenas descritas contradice cada observación e ilumina todos sus errores de juicio, y en la observación de este proceso se nos parte el corazón.
Porque el mayordomo relegó todas las relaciones importantes de su vida a los restos del día —delimitados por un trabajo que no se acaba jamás—, el ejercicio de la memoria es fallido. En su dedicación a Darlington Hall, Stevens se ausenta de todos los instantes que, mirando hacia atrás, podríamos considerar significativos.
Ishiguro convierte así la soledad de su personaje en una cuestión de clase, una tragedia en la que la anagnórisis, el descubrimiento de la fatalidad del que somos cómplices, no puede hacerse patente en el nivel discursivo. Hay autoengaño porque el narrador no es capaz de reconocer su propia insignificancia en alto, ni siquiera en la novela que debía ser su confesión; enfrentado con una verdad que duele demasiado, se aliena de ella para protegerse.
Stevens, al emprender el relato, sólo es capaz de «roer» ese pasado que Vica definía muy bien contradiciendo a Heráclito: algunos no encuentran en la vida un río de cambio, sino un charco estancado «por el que pasas múltiples veces de la misma exacta manera». Poco importa si la gran mansión perteneció a los buenos o a los malos de la Guerra, si la Historia le concede o no la absolución: las puertas de lo público y lo privado permanecieron cerradas para el servicio, que sólo puede contar que corrió de acá para allá mientras las cosas pasaban.
Noah Benalal (@slayerkinney). Madrid, 1996. Escribe ensayo más personal de lo que quisiera, y ha participado en La desconocida que soy. “Necesita más que mucho frío en los pies” (esa bio se la escribió un bot).
Una vez de chica se me tiró un gallo a la cabeza, era verano y estaba tendiendo en la parte de atrás de casa. Yo llevaba una camiseta azul de canalé un poco apulgarada y Padre andaba alrededor del huerto y las gallinas: «Papá el gallo me hace hiii-hiii mientras se puja» «Tú dale con el palo ese largo y se va». Le di con el palo y el gallo vino directo. No sé si puedo explicar con mayor precisión qué es ser una niña en el campo.
La trilogía de Las chicas del campo escrita por Edna O’Brien en los sesenta (Las chicas del campo, La chica de los ojos verdes, Chicas felizmente casadas), nos narra la vida y la amistad de Caithleen y Baba desde los años cincuenta en adelante.
Crecen en Irlanda en un pequeño pueblo lleno de polvo, señores que piden besos y catolicismo. Baba es hija de un veterinario de campo y una vieja aspirante a actriz que bebe sola en el bar del pueblo con un vestido negro muy ajustado; Caithleen, de un alcohólico que desaparece cuando junta varias libras en el bolsillo y una abnegada madre que espera con preocupación su vuelta, tanto por él, como por la paliza que le caerá en cuanto cruce el la puerta.
Caithleen y Baba se quieren como se quiere a un gato que te bufa y araña si intentas acariciarlo pero que se recuesta a tu lado cada día. No han aprendido a hacerlo de otra forma, tampoco lo harán. Hay envidia, egoísmo y la terrible certeza de que solo se tienen la una a la otra. Baba, como toda chica de campo, fantasea con la gran ciudad y en cómo sería su vida allí: las fiestas, los chicos y el matrimonio que la sacaría de pobre y le brindaría la vida que sin duda quiere y cree merecer. Caithleen, temerosa de Dios y entristecida por lo que deja de ser su campo y se convierte en el campo de otros, se deja llevar por el arrojo de Baba y deciden abandonar una vida que se perfila más que clara, huyendo primero a Dublín y más tarde a Londres.
No estaba segura de si quería hablaros de estos libros, pero de vez en cuando me golpean la nuca y hacen que rebusque entre sus páginas. Los dos primeros están narrados por una Caithleen ya mayor que mira con nostalgia historias y momentos que, como lectora, no he podido dejar de sentir con extrema violencia. Aún no tengo claro si por los hechos en sí, por la perspectiva idealizada desde la que se narra o por la mezcla que surge de ambos. El tercer libro divide la narración entre Baba, siempre irónica y pretendidamente alejada, y un narrador omnisciente. Esto desconcierta un poco, pero cada vez lo veo más necesario.
Es una historia sobre la amistad y el amor, pero no una de las bonitas. El contexto sociocultural y las circunstancias personales de las protagonistas impiden que así sea. Sin embargo, su amistad crea huequitos por los que a veces brota la ternura. La mayoría de ellos a través de pequeñas travesuras que nos explican poco a poco su amistad: tú haz, que aunque te aborrezca, voy a seguir aquí, como lo hace el campo.
El campo perdura, te araña y te escupe en la cara. A veces te enseña lo bello y otras tantas lo áspero y seco. Te marca y te señala. Eres de campo. Ellas quieren huir y abrazan la frivolidad como sinónimo de libertad, en contraposición a lo que para ellas representa la tierra y su crueldad. Sin embargo, nunca deja de estar presente en sus personalidades. No solo en la dualidad entre lo que han sido y aquello en lo que se han convertido, sino que también define la forma en la que ven y sienten la naturaleza. Es lo que más me gusta de los libros. Caithleen y Baba no pueden zafarse por mucho que quieran de los árboles cargados de rocío, de las prímulas, del ramo de lilas, de las hojas compactadas, de los campos baldíos, de las tetas de las vacas, de los huevos recién puestos, de las gallinas que se comen los zorros, del barro en los zapatos, los perros ladrando por la noche, los espárragos escondidos, de los caminos de polvo. Tampoco yo.
Ángela Cantalejo (@angvirtual). Sevilla, 1991. Nunca nada.
Mi relación con Dune, de Frank Herbert, novela clásica de la ciencia ficción, siempre ha sido visual, a través de juegos y películas. Nunca tuve ni idea de lo que hacían y decían esa colección de personajes de azul sobre fondo naranja en la pantalla del ordenador, ni a qué se referían cuando decían «especia». Gusanos gigantes de arena, ojos extraños, más azul y más naranja en un televisor el domingo por la tarde.
Ha sido interesante leer al fin leer esta novela y encontrarme con una historia muy tradicional, aunque sea lo suficientemente extraña para hacerle justicia a la imagen preconcebida que tenía de ella. Durante el viaje del héroe de Paul Atreides, la historia y el texto bandean continuamente entre lo nuevo y lo antiguo, lo extraño y lo conocido. Llevo horas aquí sentada pensando qué hacer con ello.
Dune en ocasiones parece escrita como un teatrillo, una secuencia de escenas fundamentales sacadas de un texto mayor. Como en los apartes de una opereta, las damas de la corte lloran sus frustraciones cuando están solas, los villanos nos revelan intrincados planes para destruir a sus adversarios, los nobles contemplan las flores y piensan en la crueldad del destino. Casi puedes ver el fundido a negro y el telón bajando al final.
En otras ocasiones, quiere ser un libro de historia contado desde dentro. Nos hablan del mundo desde el pasado, el presente y el futuro. Nos anuncian el porvenir en pequeños fragmentos escritos por personajes a los que aún no conocemos. Cuando la conozcamos, y alguien anuncie su futuro y su pasión por la escritura, como en una premonición causada por la especia, nosotros ya lo habremos visto. No la oiremos decir nada más.
La voluntad enciclopédica se extiende incluso más allá de la narración con anexos que describen en detalle los sistemas religiosos, económicos y naturales. Durante aproximadamente dos tercios de Dune, esta atención a la ambientación, a los márgenes del texto me parece fascinante. Arrakis el planeta es casi tan importante como cualquiera de los personajes, formando un ecosistema que los incluye.
Según la lógica del libro, un ecosistema fundamentado en la ausencia del agua que convierte la vida en una existencia estricta ha de ser por fuerza un lugar cruel y lleno de muerte. Las flores no son algo hermoso que contemplar, son fuente de agua y por lo tanto deben de ser destrozadas sin piedad. El pequeño ratón que salta en las dunas solo está para ser cazado por halcones. Los habitantes del desierto, como cualquier otra pieza del bioma, negarán la ayuda a cualquiera que no consideren digno.
Y pese a que todo ese esfuerzo me fascina, creo que es esta idea la que resiento. Que cualquier mención del paisaje se convierta en una lección sobre conceptos muy específicos de la biología, entendidos también de una manera muy específica. Depredador y presa, la supervivencia del mejor, la idea de que la naturaleza y las personas que se han adaptado a ella solo pueden ser despiadadas. Pero sobre todo, resiento que cuando la historia busca conmover — y lo hace estupendamente— la compasión entre los nativos de Arrakis sea algo introducido por quien les ha de colonizar. Por un niño mesías, noble y literalmente sobrehumano que deberá olvidarse de ellos para conseguir sus objetivos.
Y es que cuando todo acaba, poco importan los ecosistemas al lado del viaje de Paul Atreides hacia la venganza y el trono del universo conocido. El amor se deja a un lado por los asuntos de estado. Los sueños de convertir el planeta en un lugar más amable para la vida se supeditan a la necesidad de soldados despiadados. Las estructuras de poder que tanto dolor han causado simplemente cambian de manos. En mitad del desierto, las promesas y los discursos triunfales suenan huecos. Arrakis, sus habitantes y la especia son solo recursos en el camino. Una vez agotados regresan a su condición de paisaje.
Rosa Reinoso (@ladusvala_) Lleida, 1990. Sus habilidades más destacadas son leer en el tren y dormir en el tren.
Antes de que todo se fuese al garete me gustaba mucho tomarme mi café en la azotea del edificio en el que trabajo. Trabajaba. No sé. Hace casi seis meses que no voy a la oficina, ahora me tomo el café en mi casa con la cámara del portátil apagada para que nadie me vea poner los pies sobre la mesa en Zoom. En la azotea yo me sentaba en una de las sillas que alguien puso allí en algún momento y apoyaba los pies en la barandilla que la rodea, mi móvil en una mano, el café en la otra. En Las Palmas hay un manto de nubes que cubre el cielo todos los días a partir de finales de marzo, por eso puede uno estar en la azotea con las piernas estiradas tomándose un café sin abrasarse. Algunos lo llaman cielo encapotado, otros lo llamamos panza de burro. Está ahí hasta finales de verano, como un presagio del tedio que se viene encima. La pesadumbre, la bajona de septiembre. Les jode los planes a los guiris y a los godos, es gracioso.
Leí en un tuit hace unas semanas que llamar godos a los godos está mal. Es despectivo, o algo así. Imagínate. En Panza de burro de Andrea Abreu la protagonista se ríe de una goda de su edad con la que juega un rato. Cuenta: «Yo sonreí medio forzada pensando que la niña era un poco estúpida». Como yo cuando un gilipollas hace la coña de muyayo, muyaya. Dice: «Tú sabes que en este monte viven unas brujas que se transforman en perros de caza negros?». No me he comido el primer interrogante, simplemente no aparecen en el libro.
Crecer en Canarias te curte de una forma especial, te hace impermeable a la contrariedad, pero un godo no lo entendería porque a un godo un canario no le parece una persona, le parece un chiste, alguien que habla gracioso, el acento más sexy de España según una encuesta en Muy Interesante, la banderita en el nick en Twitter, jajaja tú eres medio africana. Nunca salimos en la vista preliminar de los mapas, no importa qué tipo de mapa sea. De temperaturas, de votos en las elecciones, de renta per cápita. Siempre tienes que pinchar en la imagen y bajar con el ratón para buscar tu isla. No tienen ni puta idea de dónde estamos ni de cuántas islas hay, pero les ofende que les llames godos. No sé qué será lo próximo, que un guiri se moleste porque lo llames guiri jediondo a pesar de verlos ensuciar tus playas, o que una de las principales críticas a un libro de una escritora canaria sobre la vida de dos muchachas canarias en su pueblo en Tenerife, que es una isla que está en Canarias, sea que en dicho libro se hable la variante canaria del español.
Tú como canario tienes que aceptar que en la Península haya personas que se llamen “maja” o “majo” entre sí o que tiren de tiempos compuestos cuando no toca, pero a ellos nuestras palabras y nuestra sintaxis les sorprenden. Tu papel es explicarte constantemente y, al final, el tonto eres tú. No lo termino de ver. La narradora de Panza de burro tampoco termina de verlo. Va al golpito, no se afana. Su mejor amiga, Isora, es su panza de burro particular. Cubre el cielo y dependiendo del día es una bendición o una losa. La historia es muy simple: la narradora besa el suelo que Isora pisa. Ni siquiera sabemos cómo se llama ella, todo gira en torno a Isora: su día, sus decisiones, su vida. El resto de personajes gravita alrededor de las niñas: unos padres ausentes que se desloman en el sur de la isla por los turistas, unas abuelas que cuidan a sus nietas, unos vecinos del barrio que a veces son unos enteraos.
A mi parecer, lo importante de Panza de burro, lo que me ha conmovido, es la reivindicación de los orígenes nuestros, lo rico del paisaje y el trabajo que ha hecho Abreu por cuidar la lengua (esa sintaxis en las frases ya no las oyes en la calle sino en la consulta del médico porque es allí donde se oye hablar a las señoras mayores) y los referentes (qué niña canaria de principios de los 2000 no tenía apuntadas frases de aventura en alguna libreta). Las playas de piedras por aquí, el barquito para irte a la Gomera por allá, Pepe Benavente, los papelitos colgados en la verbena, una buena tabaiba. El contexto, el ritmo, la evolución de esa amistad entre Isora y la narradora. Su despertar sexual. A veces la forma me sacaba un poco de lo que leía, pero no me ha parecido muy importante tampoco. Solo un fisquito.
Meryem El Mehdati (@fansyplatypus). Rabat, 1991. Le gustan las selfies, el agua con gas y Zinedine Zidane. VIENE A DISCUTIRLO TODO.
Os recuerdo que estáis leyendo el vigésimo sexto número de La libretilla,
donde la reseña y el sentir cosas se meten mano.
Os veremos el mes que viene, con otro puñado de textos maravillosos.
Si queréis contarnos lo que sea, podéis contestar a este mail,
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la magia del internet se ocupará de todo lo demás.